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España España · Madrid
Voto de Servadac:
6
Drama Narra la historia de amor del escritor Camilo Castelo Branco por Fanny Owen, una muchacha de origen inglés que, por su parte, se enamora de un compañero, amigo y rival del escritor, José Augusto. (FILMAFFINITY)
18 de mayo de 2015
33 de 37 usuarios han encontrado esta crítica útil
Manoel de Oliveira (Oporto, 11 de diciembre de 1908 - ibídem, 2 de abril de 2015) firmó ‘Francisca’ con más de setenta años. Después (sí, después) vendría el grueso de su producción. Vivió discretamente, fue persona non grata para el régimen de Salazar. Su matrimonio con Maria Isabel Brandão de Meneses duró setenta y cinco años, más o menos los mismos que su matrimonio con el cine. Serge Daney, gran admirador del portugués, dijo de su estilo que era a la vez arcaico e insolente.

Viendo sus películas, se podría pensar que Manoel de Oliveira es cineasta de otro tiempo –y de otro tempo–, un cineasta estático, pausado y literario. Yo diría más bien que el portugués es cineasta intemporal. Su vida –que abarcó una eternidad de ciento seis años y casi cuatro meses–, como su cine, tendía al infinito.

Dice Adrian Martin en ‘Caimán’: “El cine de Oliveira es excéntrico, críptico, extraño. Esta es la razón exacta por la que debemos celebrarlo. Oliveira es una ley en sí mismo; ha inventado su propio universo de ficción, así como su propio cine para ilustrarlo.” Yo no encuentro una razón mejor para asomarse al mundo de este director. Oliveira es caso aparte y no debería ser juzgado a la ligera.

‘Francisca’ (curioso nombre para Fanny Owen) es, a su modo, una apuesta radical. La fotografía de Elso Roque, entre tinieblas, lo impregna todo de melancolía y fúnebres presagios. El estatismo tan marcado de los personajes los confina en una concha lánguida, intelectual y fríamente apasionada de puro vacío existencial: maniquíes románticos de cera que declaman, sibilantes, sus líneas recargadas de literatura (qué bien se adapta la cadencia del idioma portugués al ritmo impuesto en la dicción por Oliveira) y con la vista puesta siempre en lo sublime. La música de João Paes contribuye de modo decisivo a la extrañeza que produce la película. Algo me recuerda en esta partitura a lo mejor del cine japonés (pienso, sobre todo, en el prodigioso Toru Takemitsu, uno de los grandes creadores de atmósferas sonoras que ha dado el siglo XX).

La puesta en escena es –porque lo quiere ser– teatral. A pesar de panorámicas y bailes, la cinta tiende a la fijeza y los planos son, mayormente, de interior, componiendo cuadros vivos de clara vocación pictórica. Oliveira, no obstante, acierta en cada travelling; cuando su cámara se mueve lo hace siempre con sentido. Sus figuras parecen habitar en un curioso limbo de ficción a caballo entre el cine, el verbo y la pintura. Como si su vida residiera sólo en la palabra, una palabra herida de literatura y, quizás, también de cierta vacuidad; al fin y al cabo, la muerte es el destino. Desconcierta escuchar esas voces que recitan con un tono en apariencia desapasionado unos textos que deberían encerrar torrentes de pasión.

Pero no, no sé si acierto al sostener que la palabra sola es primordial. El silencio, en esta cinta, es contrapunto necesario. Igual que las luces, diminutas, adquieren plena significación al residir en ese mar de oscuridad.

La película es difícil, densa y fácilmente parodiable. A mí no me ha llenado. El trío protagonista formado por el byroniano y despechado Camilo Castelo Branco –escritor de altura–, la lánguida y purísima –más allá, incluso, de lo razonable– Fanny Owen y el atribulado José Augusto, ese trío, digo, nos brinda un drama de alta burguesía iluminada. Resulta muy sencillo distanciarse de sus peripecias pero sería bobo y engreído escarnecerlos.

Y es que todo, en ese mundo, conduce al desencanto. No hay luz ni plenitud, sino un dandismo de poeta maldito y melancólico. Las estridencias –un golpe, un grito, un objeto que se rompe o una réplica cortante –“Aparta, hueles mal” – funcionan sólo a veces. La estructura es literaria, con pequeños párrafos que introducen cada capítulo. Oliveira usa la repetición de textos y una escena –la del corazón de Fanny, que se nos ofrece desde una doble perspectiva– para resaltar, tal vez, instantes esenciales. La cinta avanza lenta, premiosa, hacia el abismo de la no consumación.

Me quedo con la luz del mar, inalcanzable, detrás de la ventana. Con la resignación de Fanny –“Ni habiendo podido ser feliz contigo hubiera sido feliz en realidad, pues la infelicidad de él habría ensombrecido nuestro amor” –. Me quedo con los habitantes de la sombra, que surgen en el plano como por encantamiento (Fanny, sentada en esa escalinata, apenas visible; José Augusto al pie del lecho, arrodillado a la derecha). Me quedo con la apuesta radical de un cineasta sin complejos.

Manoel de Oliveira era un artista querido y denostado. Yo con él, por ahora, estoy entre dos aguas; insatisfecho, igual que el trío de ‘Francisca’. Aunque, inmersos como estamos en el trasiego frenético de la modernidad, la prisa y los modales toscos, aplaudo esta manera de hacer cine. Un hombre así, obliga a ser cortés.

En estas líneas, don Manoel, le rindo pleitesía.
Servadac
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