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España España · Pamplona
Voto de Telefunken:
10
Comedia Los Canfield y los McKay han heredado una enemistad que ha pasado de padres a hijos durante muchas generaciones. Pero, por caprichos del destino, Willie McKay (Buster Keaton) coge un tren en Nueva York, en el que conoce a Virginia Canfield (Natalie Talmadge)... (FILMAFFINITY)
3 de agosto de 2013
5 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
Cuesta creer que el segundo y temprano largometraje de Buster Keaton fuera una de las mejores películas de humor rodadas hasta la aparición del sonoro. Precedida de la imperecedera gracia de Chaplin (‘El chico’) y de los ya pirotécnicos cortos del propio Keaton (‘Vecinos’, ‘Una semana’), ‘La ley de la hospitalidad’ recoge el potencial cinematográfico de sus trabajos anteriores y lo exprime durante 75 minutos, con una novedad: el buen hacer ya consagrado del maestro queda ahora sazonado por un refinamiento en la comedia que otorga a nuestro héroe el título de pionero del humor inteligente (o, si se prefiere, del humor menos tontorrón), como si se tratara del bendito, irrepetible y silente intermediario entre el slapstick y las primeras idas de pinza de Woody Allen.

El humor que Keaton nos lega en esta película parece casi emancipado de la bufonada y del golpe indoloro como motor de la risa (pese al vejete que se desnuca contra los raíles y a ciertas secuencias finales); se genera no tanto desde lo que ocurre sino desde lo que no ocurre y por la manera en que no ocurre. Sorprende igualmente el brío con el que un argumento de corte trágico es resuelto en una comedia donde toda acción conducente a la desgracia queda redirigida con desternillantes consecuencias (véase al joven McKay, un Santiago Nasar consciente, pugnando ingeniosamente por escapar de la casa). La escena de la cascada salvadora representa esto mismo, solo que en ella el chiste es sustituido por una fantasía aplastante capaz de poner los pelos de punta a través de la construcción del plano.

En verdad, ‘La ley de la hospitalidad’ trasciende el humor; su creatividad se desplaza también hacia la producción del suspense (adelantándose al Hitchcock que todos conocemos y en especial al de ‘North by Northwest’; ¡qué no estaba inventado para 1930!) y hacia la gestión de las escenas de acción, en las que Keaton siempre se ha movido como pez en el agua, cual abuelo de Jackie Chan. Las tres partes de la película (viaje en tren, vicisitudes con los Canfield, persecución por todo lo alto; introducidas por esas primeras imágenes cuya insistencia atmosférica anticipa la de Sjöström en ‘El viento’) vendrían a representar tres niveles de posibilidad cinematográfica (surrealismo, suspense y acción), desde la aguda serenidad de una decimonónica 42nd Street y de un pobretón que opta por atacar al maquinista para llevarse unos maderos, pasando por las miradas cruzadas en la cena con los Canfield y terminando con la clásica imagen de un Buster Keaton con cada pierna sobre una superficie que se va separando de la otra.

Imposible no reírse, imposible no identificarse con el joven McKay (que sin recurrir a sentimentalismos charlotianos escala igual o incluso más alto), imposible no palpar la tensión de la última parte, imposible no reconocer decenas de gags e ideas que cineastas posteriores tomarían prestadas. Ni siquiera el tópico del amor redentor contamina el ardoroso genio con que Keaton rubrica la película en el inmenso plano final, síntesis de lo mejor que este hombre nos ha dado.
Telefunken
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