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España España · Sabadell
Críticas de Joe K
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Críticas 15
Críticas ordenadas por utilidad
6
15 de septiembre de 2013
25 de 28 usuarios han encontrado esta crítica útil
Las margaritas y el punk

Siguiendo a los títulos de crédito, de los que hablaré más tarde, Daisies empieza con un diálogo de sus dos protagonistas, en el que se confabulan: “si en este mundo todo está corrompido, estaremos corrompidas nosotras también”; para dedicarse durante el resto de película a poner en práctica esta premisa. Un espectador con el que compartí visionado en un local alternativo comentó después de la proyección que las actitudes de las margaritas anticipaban y mantenían puntos de convergencia con el movimiento que se conocería como punk durante la década de los 70. Lo cierto es que no puede negársele parte de razón. La letra de Anti-todo (1985), de Eskorbuto, termina con unas líneas en paralelo a las citadas: “nada más nacer / empiezan a corrompernos / eso nos demuestra / que somos anti todo”. Pero el manifiesto de Iosu y compañía aparece tras un proceso de desengaño, en el que se ha percibido que la realidad no puede ser cambiada mediante la praxis colectiva organizada (“de qué nos sirven manifestaciones? / ¿de qué nos sirven huelgas generales? / de nada sirven, ¡no sirven!”), abriéndose así paso la lucha conscientemente necia del todos contra todos.

Dadaísmo y surrealismo

La destrucción de lo establecido fue adoptada a principios de siglo XX por el dadaísmo como forma de operar ante la desesperación frente al caos de un mundo violento. Un comportamiento parecido al suyo adoptan las protagonistas, que hacen del absurdo un modo de desconcertar a cuantos tristes personajes encuentran. Su maldad es pequeña, inocente. Son dos niñas (dos muñecas), y como tales quebrantan las leyes de la sociedad adulta en un juego superficial sin grandes consecuencias que culmina con una guerra de comida. En este punto se separan la directora y el significado del film. Puesto que Vera Chytilová, de las primeras imágenes de la película a las últimas, en las que maquinaria pesada y rígida se mezcla con la crudeza de las bombas, nos hace conscientes del terrible trasfondo social que ampara el sistema. Existe una guerra mortal que debe ser combatida. Para Luis Buñuel (en “Mi último suspiro”), el surrealismo es un “movimiento poético, revolucionario y moral” en lucha “contra las desigualdades sociales, la explotación del hombre por el hombre, la influencia embrutecedora de la religión, el militarismo burdo y materialista”. En él la provocación, el escándalo, funcionan siempre como un medio que debe ser “capaz de hacer aparecer los resortes secretos y odiosos del sistema” a derribar. El cine de Chytilová es esencial y profundamente político.

El arrepentimiento

Pese a la opinión de Carlos Losada en Cinestudio (nº 74-75, 1969), donde decía que "cuando [las margaritas] caen lo hacen a un río, y un barco que pasa no puede salvarlas porque las gentes que viajan en él son trabajadores que necesitan descanso, y no deben hacer nada ni ocuparse de nadie", lo cierto es que puede verse en esa necesidad final de ayuda una bofetada de la sociedad al sujeto hasta entonces pseudo-individualista (las margaritas son dos, no por casualidad) que la había desafiado. La supervivencia del individuo requiere del resto de personas que conforman el sistema y, por tanto, éste resulta imprescindible. Aristóteles escribió: “aquel que no puede vivir en sociedad y que en medio de su independencia no tiene necesidades no puede ser nunca miembro del Estado; es un bruto o un dios” (Política, libro I, capítulo I, origen del Estado y la sociedad). No es el caso.
Joe K
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8
21 de abril de 2020
7 de 7 usuarios han encontrado esta crítica útil
La precisa sencillez de un maestro

Hace años, oía a un profesor alabar el cine de Akira Kurosawa diciendo que era un consumado especialista en la creación de arquetipos -tipos de imágenes, narraciones y personajes con un contenido universal- sin caer en lo estereotipado. Encontré esa distinción insustancial, y aquello que merecía su alabanza me pareció motivo de menosprecio: mostraba la incapacidad de expresar los problemas y la verdadera realidad de la individualidad humana. Los años pasaron, y obras maestras como Rashomon o Los siete samuráis me obligaron a reconocer el maravilloso dominio cinematográfico de Kurosawa, su profundo conocimiento del ser humano y su amor por sus venturas y desventuras. Finalmente, he visto Yojimbo. Y la lectura, aquí y allá, de comentarios de espectadores mofándose del maniqueísmo de los personajes me ha llevado a la memoria las palabras de aquel profesor, con quien ya no puedo sino estar de acuerdo. Pues lo que puede parecer simple, unidimensional, toma poéticamente forma de metáfora, y se engarza coherente y significativamente, en ocasiones de forma muy sutil, en una totalidad riquísima -Chéjov estaría feliz al ver esa pistola.

La feria de los cadáveres

¿Qué quiere contar, en todo caso, Yojimbo? El nacimiento de la Modernidad. O, al menos, la interpretación que Kurosawa quiere mostrarnos en el pequeño escenario que al inicio del film se encuentra el protagonista: a mediados de siglo XIX, los poderosos señores feudales han sido sustituidos por mercaderes, antaño la más baja estofa social, que compiten sanguinariamente entre ellos por la supremacía; a su alrededor, codo a codo con toda clase de indeseables, jugadores ("el olor de la sangre atrae a los perros hambrientos"), se agolpan samuráis que han perdido su señor, obligados a convertirse en sus subalternos, matones a sueldo despojados de toda aureola anterior; los campesinos han perdido su centralidad en la producción, y la nueva generación, aburrida, ahogada por la humilde rutina del campo, se marcha a la ciudad seducida por la oportunidad, por la perspectiva de dinero fácil, incluso si tal hecho puede costarle la vida; y la burocracia política, de altas esferas o de medio pelo, no duda en hacer la vista gorda ante todo lo que ocurre cuando le conviene. En definitiva, nadie se rige ya por los códigos éticos del pasado: el honor, la fidelidad, la honradez, la justicia desaparecieron, y ante ellos se erige el nuevo, único valor dominante: el dinero. Y en tal situación no caben dudas, nadie puede mostrar ni una pizca de humanidad: todo escrúpulo lleva a la muerte.

Es sabido que la intención de Kurosawa en 1961, en todo caso, iba más allá de realizar un muestrario de lo pretérito. Pretendía, al contrario, ejercer una mirada crítica -en la que juega un papel importante el humor, la ironía- sobre el Japón de su propio tiempo. Aquellos años en que, tras la ruina de la II Guerra Mundial, la nación fundamentaba su particular Milagro económico en una subjetividad ya totalmente al servicio del capital, y la corrupción -de la que participaba y se alimentaba la yakuza, hija de esa nueva clase subalterna y bastarda de samuráis- se hacía estructural. De hecho, ¿acaso no es posible considerar las relaciones de los dos mercaderes de la película, con su creciente reclutamiento de hombres y siempre al borde de la destrucción mutua, como una representación de la Guerra fría? ¿Y, más allá, aunque Kurosawa ya no esté con nosotros, no apunta la historia también a los terribles conflictos de nuestros días?

Sanjuro y la apertura de la naturaleza humana

Tras este planteamiento, falta por resolver una cuestión todavía: ¿quién es Sanjuro? ¿qué papel juega en la película? De inicio, se nos presenta como una figura misteriosa, que parece planear asesinar a los mercaderes y apropiarse de sus riquezas sin que sepamos cómo. Se diría que su carácter misterioso reside, precisamente, en el hecho de que sabe esconder sus cartas como el mejor jugador. En este sentido, el crítico Rogert Ebert le vio representar al "hombre moderno", imprevisible para los mercaderes al creer que se comporta, como un samurái de antes. Sin embargo, yo creo que para los mercaderes la relación se basa en otro supuesto: el de que todo es intercambiable, todo puede ser manipulado; y que sí llegan a considerar la posibilidad de ser traicionados por Sanjuro -toda traición es razonable en su contexto. En verdad, lo que les pierde es no poder concebir ya otro modo de existir.

Pues Sanjuro no es un samurái a la vieja usanza, alguien, como Dersu Uzala, incapaz de penetrar en el mundo moderno; pero tampoco, meramente, un "hombre moderno", ni siquiera uno más hábil y calculador que los demás. Sanjuro es alguien que conoce el funcionamiento y el poder del dinero, pero que no vive cegado por el afán de conseguirlo; es alguien con quien se puede charlar, reír y compartir tranquilamente un bol de arroz y una botella de sake; en quien se puede confiar, si se hace con honestidad; alguien valiente, que lucha a muerte con quien trata malignamente de asesinarle, y que arriesga su vida por quien es inocente o bondadoso. Sanjuro es alguien que se sitúa en cierto modo por encima de la modernidad, del mundo de los mercaderes; como el soldado Svejk de la gran obra de Jaroslav Hasek, es más que un jugador en el círculo de la manipulación. Es misterioso porque no está encerrado en una sola dimensión, sino que en cada momento se nos muestra en proceso de elegirse. En última instancia, Sanjuro expresa la apertura de la naturaleza humana, su potencialidad indestructible, que nunca es reducible -aunque pueda degradarse- a un sistema fijo y siempre puede superar lo dado.

A casi 60 años del estreno de la película, sin la explosión de la Guerra fría pero quizás más que nunca al borde del colapso, Sanjuro nos advierte: podemos llevar la avaricia y la dominación hasta el final -"morir como hemos vivido", tal y como dice, con lástima y hastío-, o tomar otra dirección en la encrucijada.
Joe K
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9
4 de agosto de 2020
7 de 8 usuarios han encontrado esta crítica útil
La extrañeza del mundo

Hace pocos años, en el interesantísimo documental "David Lynch: The Art Life" (2016), el director contaba lo que sigue sobre su infancia:

"Vivíamos en un hogar muy feliz. [...] Nadie nos controlaba. Todo lo que teníamos era amor... [...] Una noche [...], al otro lado de Shoshoni Avenue, en medio de la oscuridad, apareció una especie de sueño de lo más extraño. Porque yo nunca había visto a una mujer adulta desnuda. Tenía una preciosa piel blanca. Iba completamente desnuda. Creo que llevaba la boca ensangrentada. [...] Parecía que era una especie de gigante. Se acercaba cada vez más... Y mi hermano se puso a llorar. A la mujer le pasaba algo malo. [...] Era extrañísimo, como si estuviéramos viendo algo de otro mundo. [...] Como ya he mencionado, mi mundo no iba más allá de dos manzanas. [...] Pero había mundos gigantescos en aquellas dos manzanas. [...] Allí estaba todo."

Como Franz Kafka en su momento, David Lynch ha sido considerado un creador de visiones oníricas y alucinaciones fantasmagóricas, una criatura misteriosa encerrada en un mundo de fantasía, ajeno al nuestro; hasta el punto que tratar de comprender su obra, penetrar en ese mundo, ha parecido a menudo estéril. Sin embargo, tal vez nuestra extrañeza se deba a que no es Lynch, en su expresividad poética, quien se encuentra encerrado, incapaz de captar la realidad; sino a nuestra propia enajenación, a nuestra incapacidad de reconocer la extrañeza velada de nuestra realidad.

El espectador, entre la luz y la oscuridad

Si bien, como espectadores, acostumbramos a protegernos de tal extrañeza reservándola a la ficción, donde podemos soñar despiertos sin peligro -tal y como en Terciopelo azul hacen frente a los telefilmes de crímenes, a la hora del café, las cándidas abuelas del hogar de Jeffrey-, éste último, como Lynch, no puede evitar mantener obstinadamente abiertos los ojos a los misterios de lo real: "En la vida, hay oportunidades de ganar conocimiento y experiencia. A veces es necesario arriesgarse", explica Jeffrey a una inicialmente escandalizada Sandy, de melena resplandeciente.

Su pasión por descubrir su mundo en su totalidad le hace ir más allá de la superficie iluminada de colores puros, donde se fija sin esfuerzo ni riesgo la vista, y sumergirse en una oscuridad subyacente con claros matices de "Scorpio Rising", de Kenneth Anger [1]. Y ahí observa deseos, personalidades y relaciones violentas, confusas, desagradables. "Quien con monstruos lucha cuide de no convertirse a su vez en monstruo. Cuando miras largo tiempo a un abismo, también éste mira dentro de ti", reza el conocido aforismo de Nietzsche. Y también Jeffrey parece por momentos caer atraído por los monstruos de este abismo en sus relaciones con la triste Dorothy, perdida en una dolorosa espiral de sumisión, y con el patético Frank, tal vez "un personaje inexplicable", como lo define el cineasta Luis Aller, pero que encarna "una tipología que en Estados Unidos conocemos muy bien", en palabras del propio Lynch; alguien dejado a sus arbitrarias pulsiones como tantos otros que, por desgracia, infestan nuestro mundo. "¿Qué eres, un detective o un pervertido?", le llega a preguntar en cierto momento Sandy, que ya no puede evitar, ella misma, la fascinación hacia lo velado mediada por Jeffrey. A lo que este responde, indescifrable: "Cuando lo sepas, dímelo."

Un happy-ending para irse a dormir tranquilo

Esa respuesta parece resolverse en el final -el último elemento de la película que muestra una influencia del melodrama de Douglas Sirk-, tan significativo y brillante como el inicio de la película. Los oscuros, los raros, los abyectos desaparecen de escena, y los espectadores podemos salir entonces de nuestro sueño despierto ficcional, alabando o reprendiendo, una vez más, la turbia imaginación de Lynch, pero con la conciencia tranquila. Ha llegado el petirrojo, que se ha comido a los escarabajos.

Pero hay en ese desenlace -en su carácter repetitivo- un poso repulsivo, grotesco, que incluso una abuelita percibiría. Lynch ha recogido la experiencia y el conocimiento de fijar los ojos en el abismo, y sabe que, en realidad, nadie escapa a la dualidad cromática que constituye al ser humano. Es consciente del carácter irónico y falso del desenlace, pero deja a los espectadores elegir: podemos obviar maquinalmente que algo va mal en él, podemos guardar en el recuerdo a Jeffrey y Sandy como parte de la luz, y no cuestionarnos si nosotros mismos, en tanto que espectadores, somos detectives o pervertidos; podemos apartar la vista de esa otra vertiente de la realidad, que nos acechará entonces en nuestros propios deseos, personalidad y relaciones, cuando se apague la luz en la sala del cine, en un jardín de nuestro vecindario al anochecer o en nuestras pesadillas.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Joe K
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8
11 de julio de 2021
5 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
Sacar belleza de la basura

En verano de 1982, en una famosa conversación con el director español Antonio Drove vuelta a publicar recientemente dentro del magnífico libro "Tiempo de vivir, tiempo de revivir", Douglas Sirk decía, en referencia al título de esta película, que lo que el cielo nos permite es más bien poco: las personas podemos tratar de mejorar nuestro lugar en el mundo, pero conociendo e integrando las limitaciones de la situación dada. También fue así para el propio Sirk como director, tras huir del nazismo en Alemania y una vez llegó a Hollywood -entonces el cielo cinematográfico-, donde tuvo que sufrir todo tipo de dificultades para poder realizar su obra artística.

Y es que aunque probablemente el guion original de "All that heaven allows" no fuera el peor que le encargó la Universal a lo largo de su dilatada carrera cinematográfica -dirigiendo, como tuvo que dirigir durante muchos años, al menos dos o tres películas anuales-, Sirk se vio obligado a desarrollar también aquí toda su creatividad como cineasta para convertir lo que en otras manos habría sido un producto vulgar, destinado al entretenimiento y el beneficio económico, en un complejo, brillante y valiente clásico. A eso, Sirk lo llamaba "sacar belleza de la basura". Y, en efecto, toda la riqueza de significado expresada en los encuadres, la iluminación y los colores o el movimiento de la cámara y los personajes produce todavía hoy un hondo reconocimiento estético.

La crítica social en América y el pájaro de la felicidad

Las limitaciones mencionadas no fueron, sin embargo, las únicas que se encontró Douglas Sirk en Hollywood. Amigo de Bertolt Brecht, personalidad clarividente y comprometida políticamente, vio pronto que en los Estados Unidos triunfantes tras la Segunda Guerra Mundial no era posible "ir muy lejos" en la crítica social sin despertar el recelo de los estudios cinematográficos y del Comité de Actividades Anti-Americanas. También en este sentido, pues, debió pulir sus habilidades fílmicas. Así, en la trama de "All that heaven allows" Sirk supo introducir una fina pero agudísima crítica al modo de vida americano, artificial y acomodado, con sus relaciones atravesadas de veladas contradicciones, y, cómo no, su uso evasivo de la televisión y el cine, que alejaba la vida del arte y el arte de la vida. En paralelo, y valiéndose de esos otros fundamentos culturales americanos que, en mi opinión, Sirk siempre admiró y quiso, postulaba una alternativa de vida más amplia y profunda, más auténtica, ejemplificada en la filosofía de Thoreau y Emerson.

Es parecer de algunos que el tratamiento de las contradicciones de esta película resulta en nuestro presente "ingenuo". También las primeras veces que me enfrenté a las películas de Douglas Sirk me parecieron anacrónicas sus formas. Pero, tras las apariencias, creo que su actualidad se impone: como en las obras de Shakespeare, a quien Sirk, hombre modesto y consciente de sus limitaciones, nunca osó compararse, en sus películas continúan expresándose las cuestiones que configuran las luces y las sombras de la identidad humana, producto de su negatividad y su necesidad de afirmarse, su vilo ante lo que puede ser y no ser.

"All that heaven allows", en su diálogo con el espectador, sigue ayudándonos a comprender que depende de nosotros llegar a merecer el pájaro de la felicidad: luchar por cambiar las circunstancias que contribuimos a producir nosotros mismos cuando impiden que nos desarrollemos, esas circunstancias que, si no logramos comprender y enfrentar con valentía -incluso con conciencia de la posibilidad del fracaso y de la infelicidad-, si dejamos que oculten quiénes somos o qué deseamos, tienden a encerrarnos en la ambigüedad, en la falta de expresión poética, a veces incluso en pretendidos finales "felices" que, pese a su posible bienestar, nunca llegan a contentarnos -como el de "Written in the wind" (1956) o, muy especialmente, el de "There's always tomorrow" (1955). Tal vez todo lo que el cielo permite sea más bien poco... Pero, decía también Sirk, pesimista irónico cargado de calidez y esperanza: "por lo menos permite el amor."
Joe K
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8
14 de junio de 2023
4 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Comienzo con una cita muy conocida de «Odio a los indiferentes», del joven Antonio Gramsci: «Lo que pasa no pasa tanto porque algunas personas quieran que pase, sino porque la masa de los hombres abdica de su voluntad, deja hacer, deja que se aten los nudos que después solo la espada puede cortar, deja promulgar leyes que después solo la revuelta podrá derogar, deja subir al poder a los hombres que luego solo un motín podrá derrocar.»

La uso como encabezado en primer lugar porque creo que conecta en gran medida con el sentido de fondo que pretende transmitir El año del descubrimiento, película eminentemente política –aunque ocurra en todo momento fuera de las puertas de las instituciones–. En ella, Luis López Carrasco (Murcia, 1981) nos ofrece un análisis retrospectivo de algunos de los nudos que han marcado el pasado reciente y el presente de la Historia de España, y que se ataron con fuerza en esos momentos del año 1992 en que, a ojos del mundo y al mismo tiempo, nuestro país celebraba los Juegos Olímpicos de Barcelona o la Exposición Universal de Sevilla y firmaba el Tratado de la Unión Europea. Todo parecía entonces, medio millar de años después del descubrimiento de América, certificar una brillante entrada en la Modernidad… Pero, de espaldas a los medios y a la publicidad –al discurso «dominante», como lo llama López Carrasco–, esta admisión al selecto club europeo no vino desprovista de exigencias: entre otras, la obligación de realizar una reconversión industrial en el Estado y de transitar hacia una sociedad de servicios en beneficio de intereses externos. Una minoría ciudadana se opuso a este proceso: fue ignorada, vilipendiada y reprimida. Fue derrotada y, después, olvidada.

Pero también en lo que respecta a su manera de tratar el tema, de presentarse o de organizar sus contenidos El año del descubrimiento puede ser vista como un nudo, ligazón que en este caso, con el paso del extenso metraje (200 minutos, nada menos), el espectador puede ir desovillando. Y es que López Carrasco enfoca su mirada en la forma como esta reconversión de la industria se dio específicamente en Cartagena, ciudad murciana, y que él recuerda personalmente de su infancia. Nos muestra imágenes de trabajadores y parados contra el cierre de diversas empresas y fábricas y que acabaron con el incendio del Parlamento Regional y, en especial, lleva la acción hasta un pequeño bar, de nombre Tana, en que la parroquia habitual charla, recuerda o debate sobre esos hechos. En un principio, todas parecen conversaciones espontáneas e inconexas, como las hubiéramos podido encontrar en cualquier otro bar de esa época. Historias de miedos y de tristezas, sobre sueños –literales o figurados– y el inexorable paso del tiempo, sobre el ocio y el trabajo, y discusiones que podrían comenzar con ese «En este país…» del que escribía el malogrado Mariano José de Larra. Pronto, no obstante, la pretendida naturalidad de los diálogos –que el espectador mira y oye casi como si participara de ellos, gracias al montaje y a la decisión de partir la pantalla en dos– se revela parte de las estrategias de un director que quiere confundirnos y sorprendernos, recurso artístico de una película muy compleja, ardua más allá de su duración, llena de trucos pero perfectamente coherente.

Así, las partes en que se divide la pantalla nos muestran a veces un hombre que plantea grandes ideas mientras una mujer friega modestamente los platos o pela patatas; alguien que habla con emoción de una depresión incubada durante años en paralelo a otro que calla y mira con ojos inexpresivos a la nada; las experiencias de vida y las expectativas de mayores y jóvenes son puestas de lado. En la misma barra, con una caña de cerveza en la mano, un reaccionario explica lo bien que se vivía con Franco y un progresista defiende el espíritu rebelde de Cartagena desde la época de los romanos. Estructura multifocal de afán totalizador, que pretende expresar cómo conviven las diferentes personalidades presentes en el país, cómo dialogan las distintas Españas dentro de España, a las cuales se deja por igual, democráticamente, un espacio para expresarse, para ser comprendidas, puestas en contexto y, también, criticadas.

Pasando un cepillo a contrapelo de la Historia, El año del descubrimiento, pues, nos muestra la cara oculta, «dominada», del discurso. Pone en valor y hace prestar atención –atención cada vez más secuestrada por dispositivos audiovisuales brillantes y planos como la pantalla de un móvil– al lenguaje cotidiano y carente de espectacularidad del pueblo, esa unión «abigarrada» de seres anónimos que conformamos con nuestros saberes e ignorancias, certezas y dudas, pasividades y exaltaciones; aquellos sobre quienes «los periódicos nada dicen», «vida intrahistórica, silenciosa y continua como el fondo mismo del mar», en palabras de Miguel de Unamuno. Desde el bar Tana, como una célula vista a través de un microscopio, López Carrasco nos permite captar tanto la complejidad social de la España de ayer como de la nuestra, complejidades que, a pesar de las apariencias de distancia, se funden, si no en un solo cuerpo, sí en un mismo espíritu: el de la Modernidad y sus crisis. Al hacerlo, El año del descubrimiento nos da herramientas para que, individual y colectivamente, renunciemos a la abdicación de nuestras voluntades y nos enfrentemos a la separación existente entre intrahistoria e Historia; para que, como se dice en catalán, pongamos hilo a la aguja en la tarea de anudar democráticamente un país.
Joe K
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