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España España · Madrid
Críticas de Ethan
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Críticas 6
Críticas ordenadas por utilidad
3
18 de febrero de 2010
35 de 60 usuarios han encontrado esta crítica útil
A mediados de los años 60 Robert Wise, un correcto, poco escrupuloso y bien mandado director que unos pocos años antes había dirigido, junto a Jerome Robbins, la estilizada y ambiciosa West side story, con un conocimiento profundo de las técnicas comerciales cinematográficas del momento, no dudó en dar una vuelta de tuerca más a su ya consolidado liderazgo en su cine tan espectacular y vistoso, como ampuloso y bisoño, al crear una película como Sonrisas y lágrimas, un espectáculo de monjas, niños, montañas y nazis que carece del más mínimo sentido del ridículo, una impostura que atenta contra la inteligencia del espectador menos avezado, una suerte de escenas cosidas con hilo de oro y que poco a poco se desmoronan por su inanidad y el propio peso de su obsesión por trascender.
Ni al guionista, Ernest Lehman, ni al director se les pasó en ningún momento por la cabeza el contarnos algo que nos emocionase de verdad, no obstante su sólida y cínica hipótesis de partida: intentar emocionar sin que pasase nada turbio y desagradable, encantar con personajes irreales y entretener con argumentos tan fútiles como estúpidos, aunque la Gestapo y las SS anduviesen por allí intentando arruinar la paz de esas tierras... los muy "ladinos".
Con esas premisas, los productores, el guionista y el director no dudan en frotarse las manos con los beneficios esperados al llenar las salas de cine con puestas en escena tan absurdas como ridículas, como las monjas haciendo rápel por la pared de un convento (espectáculo grimoso como pocos); niños en fila esperando órdenes, cuales soldados en instrucción; melosas y cargantes canciones (infames en su traducción al español); diálogos sacados de las historias de Corín Tellado; un padre tan soberbio e hierático como intolerante, aunque se vista de resistente contra el invasor (Cristopher Plummer podría pasar tranquilamente por un oficial alemán) y una Julie Andrews que, con las actitudes una vez más de Mary Poppins, funciona como el instrumento perfecto de este amanerado musical.
¿Por qué muchos la ensalzan? ¿Es que no nos damos cuenta de que nada en la película funciona? ¿que todo suena falso, cínico, hipócrita y demasiado simplón? ¿Dónde está el excelente y emocionante guión? Si hasta el final de la cinta resulta tan surrealista como una película de Buñuel (salvando, claro está las insondables distancias que separan a Wise del genio de Calanda), o si no juzguemos la ordenada salida (como no podía ser de otra forma) de los niños del escenario para huir de los nazis, como si nadie se fuera a dar cuenta de la "jugada", o cómo se esconden ¡¡detrás de una estatua!! para eludir a las hordas germanas que los buscan... ¡pero no los encuentran! En suma... un engendro que sólo cumplió las funciones para las que había sido planteado: Amplificar los beneficios de producciones anteriores con elementos que a nadie molestasen y que todos saliésemos felices por sus pegadizas canciones y su gratificante desenlace.
Ethan
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Susurros del corazón
Japón1995
7,3
6.732
Animación
8
26 de febrero de 2010
10 de 10 usuarios han encontrado esta crítica útil
El desaparecido Yoshifumi Kondo y Hayao Miyazaki firmaron una de las apuestas más rotundas del inigualable Estudio Ghibli sobre la confusión adolescente en la búsqueda de una personalidad aún por forjar, la visceral primera respuesta a una latente vocación artística que sin duda protagonizará todos los pasos a seguir en el futuro y el encuentro con el primer amor, siempre sincero, obsesivo, explosivo, vehemente, brutal... y desgraciadamente efímero.
Kondo y Miyazaki parten de una premisa cada vez más utópica en la juventud actual: la fascinación por la literatura y el arte por encima de otras actividades juveniles más afines con nuestra época, como "chatear" por el ordenador, ver la televisión o jugar con las videoconsolas. Shizuku Tsukishima, nuestra protagonista, es un "ratón" de biblioteca, pero sólo lee narrativa; es su manera de abstraerse de un mundo real que no coincide demasiado con sus expectativas y la forma de entrar en infinitos mundos de fantasía y aventura, un universo que poco a poco llamará a las puertas de su consciencia, como un susurro, para no abandonarla jamás.
Los directores de esta magnífica película, como creadores de utópicos mundos imaginarios, parecen estar de acuerdo en reafirmarse en la hipótesis de que aquel a quien el destino ha lanzado a la liberación o a la cárcel (según se mire) de la creación artística apenas podrá ya evadirse de ella y permanecerá siempre aislado en ese límite infranqueable de diferentes realidades.
En ese aislamiento involuntario vivirán su adolescencia crepuscular tanto Tsukishima como Seiji Amasawa, el aventajado aprendiz de Luthier que desea llegar a consolidar su vocación con un viaje a la antiquísima ciudad italiana de Cremona (capital de la familia Stradivari y de los mejores fabricantes de violines del mundo). Su mutuo inconformismo con el simple discurrir de su vida, y la fuerza vocacional de sus latentes talentos, hará que se encuentren y se entiendan el uno al otro, sin tener en cuenta determinadas limitaciones sociales o educacionales.
El consuelo al final sólo podría llegar a través de sus propias emociones y en la puesta en práctica de su vocación, condenados posiblemente al ostracismo social del mañana, tal vez paralizados por su propio impulso precoz, como cualquier creador de este lado del límite, y únicamente reconfortados por el amor que un día sintieron y que quizás se agostó demasiado pronto. Una película para pensar si lo que hacemos en la vida ha sido motivado por nuestras emociones y nuestra vocación o simplemente por lo que todo el mundo hubiera esperado de nosotros.
Ethan
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10
23 de octubre de 2012
4 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
La regla del juego se inicia con unos versos de Beaumarchais que introducen al espectador en el núcleo de la cuestión: los juegos amorosos, sexuales y los convencionalismos más estrictos en un universo social jerarquizado, en donde todo el mundo debe ocupar el sitio que le corresponde; cada lugar cuenta con características y reglas propias, protocolos inalterables sobre lo que puede y no puede hacerse, aunque nadie cumpla finalmente con lo establecido como correcto. Una sociedad enferma en donde nadie se somete y sigue con rigor sus propias reglas, con tendencias que condenan al olvido la fidelidad, la honestidad y la caridad, “Lo que es terrible en este mundo… es que todos tienen sus razones”, exclama Octave (interpretado por el mismo Renoir) al entender con cierta autoindulgencia los extravagantes comportamientos de los demás.

Los diálogos de los personajes respiran libertad, al igual que en las obras francesas del XVIII. En La regla del juego cada cual expresa sus opiniones libremente; no se conversa sobre los convulsos momentos políticos que se viven, ni de la crisis económica de aquellos años, ni de problemas laborales… sino sobre la atracción sexual, las relaciones de pareja, sobre fiestas de disfraces y de batidas de caza… es un islote en una época de pesadumbre y temores en donde parece que todo lo exterior al universo recreado por los personajes estuviera demasiado lejos o no tuviera nada que ver con ellos. Un mundo cerrado, autosuficiente y en el cual sólo importasen las sensaciones, el amor, incluyendo las infidelidades, la amistad y el sexo, tratados con una doble moral, un acentuado cinismo escondido en una falsa tolerancia. Bajo su apariencia benigna, la historia ataca a la estructura misma de la sociedad.

La regla del juego describe a unos individuos agradables, simpáticos… pero en su globalidad representan a una sociedad en descomposición. Renoir no concibió una historia como tal, sino diferentes hechos y circunstancias que se van cruzando en un mismo lugar, la mansión La Colinière, cerca de París, y que afectan a distintos personajes representativos de las distintas clases sociales y el paralelismo existentes entre ellas al compartir problemas comunes de índole sentimental. Son personajes débiles ante las tentaciones, atraídos por la suerte que les lleva en brazos de otros sin sentimientos de culpa por ser infieles, encantados por el puro placer de flirtear, de conquistar. Las diferencias entre las clases sociales se disipan, se convierten en un mal endémico donde no existe ningún valor cívico, y los protocolos, las genuinas reglas del juego, se ven difuminados hasta desaparecer; incluso los comportamientos son idénticos en ambas direcciones, como demuestra la escena en donde Marceau y Schumacher se pelean por Lisette y al mismo tiempo hacen lo mismo el conde de La Chesnaye y André Jurieux por Christine, como animales defendiendo su territorio y disputándose la supremacía del grupo. Amos y criados se comportan de la misma manera, exhibiendo los mismos defectos.

En el aspecto formal, la película se caracteriza por ser una proeza de técnica cinematográfica, un ejercicio brillante de depuración para su tiempo. La puesta en escena de Renoir es brillante. Utiliza su habitual plano-secuencia; confía en la espontaneidad y frescura de sus intérpretes y, sobre todo, usa de forma magistral la profundidad de campo, un recurso que adquiere una trascendencia fundamental en la película, unos años antes que Orson Welles lo utilizara de igual manera en Ciudadano Kane, y que le sirve para disponer a los personajes por el decorado en varios planos y materializar el movimiento. En suma, una extraordinaria lección de cine que influyó directamente en las obras de otros grandes directores, como Alain Resnais o Luis García Berlanga. Imprescindible.
Ethan
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8
6 de marzo de 2012
3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
El Discurso del Rey nos cuenta una historia de superación arraigada en un hecho real, pero con la magia de la narrativa fantástica. Todo en ella funciona como un reloj destilando ironía, sarcasmo, emociones con la estructura y formato de un cuento infantil: un príncipe tiene serias dificultades para hablar a su pueblo, que en parte se mofa de él por su evidente tartamudez, y decide solucionarlo con la visita a un maestro logopeda, Lionel Logue, que ni siquiera lo es como tal, sino que su fama proviene de la utilización de la lógica, la observación y la interiorización de uno mismo para afrontar las adversidades. El rey lo pasa mal, el maestro (tan sólo un actor clásico venido a menos) le trata como a cualquier otro paciente, sin tener en cuenta su posición y su rango, utilizando técnicas inusuales que el Rey acepta sin demasiado convencimiento, y el drama humano se convierte poco a poco, gota a gota, como en un alambique, en una deliciosa parábola sobre los éxitos del esfuerzo y el tesón en la consecución de determinadas metas, sobre la grandeza del corazón humano por encima de las convenciones sociales y el valor intrínseco y arrollador de la amistad cuando el ser humano se antepone a las clases sociales. El duque de York se convirtió en rey de Gran Bretaña con el nombre de Jorge VI (1936-1952), tras la abdicación de su hermano mayor Eduardo VIII, y contó con el respeto y cariño de los ciudadanos británicos gracias a la ayuda de alguien corriente, un hombre del pueblo, a quien sólo le ayudó su inteligencia, el uso de la razón, y su enorme humanismo para conquistar la amistad (para siempre) de todo un Rey. Un producto cinematográfico sólido, de gran calidad, con grandes interpretaciones y un guión tan sobrio como elegante.
Ethan
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4
22 de febrero de 2011
3 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Es una lastima que lo habitual en la producción de una película de anticipación, de ciencia ficción o fantástica en la que se han invertido cientos de millones de dólares es que la encuadernación sea más lujosa que el contenido del libro. El director no nos cuenta una historia bien hilvanada, mensurada, emocionante... sino una historia que específicamente ha sido fraguada (como un revuelto en donde todo vale) en las mentes de unos cuantos pseudoguionistas de Hollywood a los que les interesa más los beneficios que la calidad cinematográfica del producto final. Sucedió con Avatar... y ahora vuelven a dejarnos fríos con este estúpido amasijo psicodélico repleto de persecuciones al límite, artillería pesada y ligera, explosiones, fuegos de artificio y mucha cámara superlenta. La argumentación onírica sólo ha servido para desarrollar todo un cúmulo de escenas de acción espectaculares, escenas largas, muy largas, que ya habíamos visto hasta la saciedad en películas de Chuck Norris, Steven Seagal, Stallone o Jackie Chan. ¡¡La acción vende!! parece que se dicen continuamente unos a otros en aquellos parajes hollywoodenses, y la ínfima calidad del guión, de los diálogos, son "daños colaterales" que sufre esta película en sus tres cuartas partes de cansino metraje.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Ethan
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