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España España · Las Palmas de Gran Canaria
Críticas de Borsalino
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Críticas 7
Críticas ordenadas por utilidad
8
15 de julio de 2012
19 de 20 usuarios han encontrado esta crítica útil
El todopoderoso Darryl F. Zanuck, mandamás de la 20th Century Fox, se vanagloriaba de poseer a dos de las actrices más bellas del mundo: Gene Tierney y Linda Darnell. No se limitó a tenerlas bajo contrato. Además, las promocionó adecuadamente colocándolas como cabecera de reparto desde sus primeras películas. Aunque el departamento de publicidad cambió ostensiblemente la biografía de Linda Darnell, a fin de hacerla más interesante, lo cierto es que sus inicios artísticos se vieron potenciados por una madre muy ambiciosa, decidida a convertirla en estrella a toda costa. Un destino trágico y el tutelaje de Joseph L. Mankiewicz, Douglas Sirk, René Clair, John Ford, William A. Wellman, Rouben Mamoulian, John M. Stahl, Otto Preminger o Henry Hathaway contribuyeron a convertir esta mujer de bandera en leyenda.

Otto Preminger reparó en ella y la dirigió hasta en cuatro ocasiones siendo Cartas envenenadas la última de su contrato con la Fox, un remake americano de un clásico del noir francés: Le Corbeau, de Henri-Georges Clouzot. En el papel de una de las vecinas de una localidad canadiense que vive atemorizada por un maníaco que envía cartas anónimas, la Darnell volvió a estar vibrante y bellísima. En la estela de títulos como Laura, ¿Ángel o diablo?, Perversidad, Trampas, Doble vida o Noche eterna que abren el camino del pesimismo reinante, tanto por su tema como por sus estéticas naturalistas, el drama pasional coloniza el terreno: tentación sexual, manipulación de sentimientos, asesinatos por celos, incomunicación en la pareja o su ósmosis en la violencia criminal, soledad y desvíos de la realidad son esquemas que imperan en Hollywood desde el final de la II Guerra Mundial.

El hombre o la mujer infiel es un concepto que se prodiga en el cine y la literatura pero el ciclo negro lo traslada de forma inédita a un realismo físico en el que la pasión desencadena los conflictos. El sexo capitaliza comportamientos que desatan la crisis, la locura, el crimen y la desesperación. Otto Preminger capta una cascada de implosiones en una pequeña ciudad donde la hipocresía y la protección de las apariencias son el motor de sus habitantes. Un inquietante Charles Boyer se mete en la piel del médico engañado por su mujer sobre el que pesan las sombras acusadoras. La sofisticada fotografía de Joseph LaShelle congela la belleza de Linda Darnell a medida que avanzan los trucos del relato, realzados por la turbadora música de Alex North. Preminger pliega a su universo los hallazgos del realismo poético francés y da forma a una historia de posesiones sublimadas con una puesta en escena que pone de relieve los resabios visuales del director vienés y su influencia alemana para contarnos que todos somos culpables potenciales con reacciones de animal depredador.
Borsalino
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9
9 de julio de 2012
18 de 19 usuarios han encontrado esta crítica útil
Respuesta de la Warner a la Metro por Lo que el viento se llevó. El planteamiento de superproducción con Guerra de Secesión de fondo evoca el filme de David O' Selznick, si bien desde una óptica más cïnica y desencantada. El poder de las estrellas en taquilla comenzaba a declinar ante el avance de la TV y los grandes estudios recurrían a fórmulas que antaño recaudaban millones. No es extraño que se rescatara el aliento épico de títulos ilustres aplaudidos por las plateas con nuevas aproximaciones que protagonizaban los pesos pesados de la casa. El árbol de la vida, de Edward Dmytryk (en la MGM) con Liz Taylor y Montgomery Clift; o Forever Amber, de Otto Preminger (20th Century Fox) con Linda Darnell en la línea de Scarlett O'Hara y Cornel Wilde. La Paramount apostó por Gary Cooper como caballero sudista e Ingrid Bergman como altiva criolla en La Exótica, de Sam Wood. Y en la Warner repitieron el tipo Gary Cooper y Clark Gable en El rey del tabaco, de Michael Curtiz (con Lauren Bacall) y en La esclava libre, respectivamente. El éxito de Los 10 Mandamientos el año anterior animó a la Warner a confiar el papel protagonista a Yvonne De Carlo, actriz experimentada en papeles exóticos y rostro habitual en el género de aventuras, el cine negro y el western siendo una de sus más distinguidas intérpretes.

Basado en un clásico de la literatura americana (Band of Angels, de Warren), la historia toca los clisés del género con una innovación: Una dama criolla de casa bien, es vendida como esclava cuando se descubre que tiene sangre negra. Clark asume el rol de indómito aventurero que establece con ella una batalla de sexos en la que ninguno de los dos está dispuesto a claudicar. Cuando ambos han caído en la trampa del amor, estalla la guerra de Secesión y uno de los esclavos negros de la casa se revela como un cabecilla rebelde, a quien da vida un joven y magnífico Sidney Poitier. Aun en su madurez, Gable conservaba intacto su carisma y junto a Yvonne De Carlo, formaron una pareja de estrépito.

Con un guión calculado que subraya los aspectos más humanos del relato, el componente racista es mostrado sin paliativos y sin elevarlo por encima del resto. Raoul Walsh conoce los resortes de la pantalla ancha que distinguen a los maestros de los artesanos y resuelve con magisterio esta delicada adaptación, huye de las fauces del melodrama y extrae romanticismo logrando algunas escenas antológicas con un ritmo narrativo de relojería y un montaje perfecto. Se ha repetido que el filme insiste en tópicos ya vistos anteriormente en melodramas sudistas como Lo que el viento se llevó pero hay que decir en descargo de Walsh que éstos no menoscaban el producto si se tiene oficio para manejarlos. La puesta en escena, con ese añejo sabor sureño que imprime la preciosa fotografía de Lucien Ballard, toda la magia de la producción Warner y el genio de Walsh al servicio de una historia que debe ser considerada cine necesario.
Borsalino
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8
2 de febrero de 2010
19 de 22 usuarios han encontrado esta crítica útil
A menudo cuando se anuncia a bombo y platillo una producción de estas características (dirección de Stephen Frears, guión de Christopher Hampton, interpretación de Michelle Pfeiffer y Kathy Bates, música del gran Alexandre Desplat), los termómetros se sitúan en la línea de salida rapidamente, para encumbrar títulos con menor o mayor acierto o para fulminarlos cuando no es la obra maestra que preconizaban.
En esta ocasión, nos encontramos ante el pelotón de fusilamiento una obra que, no por ser irregular haya que menoscabar sus logros que, en lo estrictamente cinematográfico, los tiene. Se ha reunido un 'dream team' de campanillas para dar a luz un aparatoso híbrido decididamente visual, involuntariamente frío y definitivamente confuso para los cinéfilos más avezados. Que la crítica haya lanzado las campanas al vuelo con algunas perlas en la filmografía del director Stephen Frears no debe llevarnos a engaño. The Queen es una película excelente. También lo es Match Point, de Woody Allen, pero sus filmes posteriores no están a la misma altura. Que no consigas rodar obras maestras una tras otra no hace tu filmografía menos interesante. Creo que lo que hace a un artista más humano es precisamente su falibilidad.

Chéri es un producto de artesanía agradable, tecnicamente academicista donde su principal escollo reside en un guión que no se decide entre la alegoría romántica y el drama decadente. Arenas movedizas para cualquier director metódico y concienzudo como Frears. Brilla entre la vistosa secuencia de sus imágenes una estrella en ciernes, el guapo Rupert Friend y, muy especialmente, la presencia de Michelle Pfeiffer quien, más dueña de sus recursos que nunca, recoge los aplausos por su personaje que sólo ella sabe interpretar con el flujo húmedo y magnético de su mirada. Para la posteridad quedará ese primer plano final que resume toda la película donde la Pfeiffer, con la mirada fija frente a un espejo, advierte que los años no la han perdonado.
Borsalino
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9
7 de julio de 2012
16 de 16 usuarios han encontrado esta crítica útil
Aunque su paso por el cine fue breve, María Montez no fue sólo una de las actrices más hermosas de su tiempo. Representó como pocas la necesidad de evasión de un mundo en guerra y constituye una referencia obligada del cine escapista. "Reina del Technicolor" y faraona del exotismo camp, su leyenda es entrañable. Hija de un cónsul español en República Dominicana, María se educó en un colegio de monjas en Santa Cruz de Tenerife y, desde el recato del uniforme clerical, se fue a Hollywood para lucir los velos de odalisca. La Universal Pictures reparó en su potente fotogenia y encarnó los sueños eróticos de una generación hasta el límite de la permisividad en títulos míticos como Las mil y una noches (1942); Alí Babá y los cuarenta ladrones (1944); La reina de Cobra (1944); Sudán (1945); o La conquista de un reino (1947), de Max Ophüls.

Finiquitado su contrato con la Universal, recibió la oferta del productor alemán Seymour Nebenzal para una nueva versión de la novela de Pierre Benoit, La Atlántida, antaño un éxito del director J.B. Pabst y la actriz Brigitte Helm. La filmación tuvo lugar en Francia y en los estudios Goldwyn en el verano de 1947 y contaba con Arthur Ripley en la dirección. Concluido el rodaje y una vez montada la película, se exhibe por la United Artists a los distribuidores en pase privado. Rechazaron la película por considerarla demasiado artística para su distribución comercial pero la impresión general es que la belleza plástica de la puesta en escena y los efectos estéticos de un montaje revolucionario hacían del conjunto una obra de arte. Contra la voluntad de Nebenzal, se decidió remontar y alterar la obra de Ripley, añadiendo footage procedente de la versión de Pabst en las secuencias desarrolladas en el desierto. Se asignó la labor de rehacer algunas escenas a Douglas Sirk quien inició un nuevo guión, filmando algunas escenas y abandonando el proyecto al serle ofrecida una película con Charles Boyer. John Brahms rodó las escenas subacuáticas en 1948, pero descontento con las intromisiones rehusó firmarlas. En su lugar lo hizo Gregg G. Tallas, un técnico que se había limitado a montar el material.

Aun así, La Atlántida atesora valiosos elementos de fascinación que la convierten en una obra insólita y, por serlo, destinada al fracaso comercial. Se titula en USA Siren of Atlantis para explotar el reclamo de María Montez, formando con su marido, el guapo actor francés Jean-Pierre Aumont, una pareja de antología pero demostró, al fracasar, que su carrera hollywoodiense había terminado. Pese a todo, su Antinea resulta fascinante y su hechizo continúa intacto en Blanco y Negro. Cuando la Universal la dejó de lado y María se fue a morir a su bañera de París, en 1951, con ella se fue un tipo de cine que cerró sus puertas para siempre.
Borsalino
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9
7 de julio de 2012
14 de 14 usuarios han encontrado esta crítica útil
Aun en un papel inadecuado como polinesia, la bellísima Gene Tierney ingresó en la mitología del cine de aventuras en un título mítico de la Fox, El hijo de la furia (1942), formando con Tyrone Power una de las parejas más fructíferas de la historia del cine. La batuta corría a cargo de un cineasta que el tiempo ha reivindicado como un autor de peso merced a un puñado de títulos que atestiguan un estado de salud narrativa a prueba de bomba (o de puristas). Uno de ellos, Sin remisión (1950), un desasosegante drama carcelario, es hoy una obra de culto que estableció una parrilla de salida para un filme que reúne algunos de sus elementos conceptuales: Prisionera de su pasado (1951). Aunque la historia de una exconvicta que pone a prueba la buena voluntad de su amiga ante la posibilidad de volver a prisión pueda servir en bandeja un drama convencional, estamos ante una película cuya estructura concibe las constantes vitales del cine negro: ambiente opresivo, manipulación criminal, autodestrucción, mujer fatal, amour fou, huída del pasado, lucha por la supervivencia, traición. Cromwell capta el contenido invisible de las imágenes para delimitar la esencia que el cine negro siempre arrastra consigo: la amenaza latente de la muerte. Tenga rostro de mujer o de realidad profunda inscrita en quien la espera sin saberlo, la muerte es el tema indispensable de los autores de film noir.

Lejos del barroquismo y del glamour de otras vamps del género, Cromwell nos devuelve dos rostros emblemáticos de la iconosfera del noir que la soberbia fotografía de Nicholas Musuraca recoge hasta extremos de mitificación: Jane Greer, memorable femme fatale en Retorno al pasado (Jacques Tourneur, 1945); y Lizabeth Scott, su actriz fetiche, excelente intérprete y mito turbador a quien vimos junto a Bogart en Callejón sin salida, también de Cromwell (1947). Su imagen hierática y sofisticada se acompaña de una sonrisa lánguida y una mirada entre el sueño y el asombro que parece portadora de angustia y fatalidad, y sugiere signos de un destino fatídico. Ambas se disputan al mismo hombre, el apuesto Dennis O'Keefe, se ven arrojadas a situaciones extremas y pierden sus escrúpulos y sus ilusiones al cabo de sus idas y venidas por una historia en la que son víctimas desde el principio al fin.

La película trabaja esta violencia mediante colisiones afectivas a través de un triángulo amoroso complejo que la puesta en escena de John Cromwell introduce en medio de una intriga tensa y sórdida, narrada con un lirismo que debería servir para desempolvar algunas joyas de su filmografía.
Borsalino
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