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Críticas de Andrés Vélez Cuervo
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Críticas 40
Críticas ordenadas por utilidad
A propósito de Niza (C)
CortometrajeDocumental
Francia1930
7,3
1.746
Documental
9
29 de diciembre de 2015
13 de 13 usuarios han encontrado esta crítica útil
La legitimidad del genio creativo de Jean Vigo es algo que hoy día no tendría sentido poner en duda. Con solo cuatro producciones, entre ellas dos influyentísimas obras que se ganaron con todo mérito una muy alta posición en el olimpo histórico del cine, Zéro de conduite (1933) y L’Atalante (1934), este artista parisino dejó claro que había nacido para dejar huella con su creación. Por desgracia para el mundo Vigo murió muy joven (esta sí fue una muerte para llorar, temprana y costosa, no como la de los artistas que mueren ya muy ancianos sin dar a la humanidad obra durante muchos años); no había llegado a los treinta años cuando en 1934, a solo seis meses de haber estrenado su última película, se lo llevó la tuberculosis.
Quizá la brevedad de la vida de este cineasta estaba ya escrita, así que la existencia no se podía dar el lujo de permitirle tener una carrera creativa progresiva como suele suceder con la mayoría de creadores. Jean Vigo empezó ya muy arriba cuando a los veinticuatro años emprendió la creación de su primer obra cinematográfica, À propos de Nice, un cortometraje documental que solo describiré en este punto como un recorrido visual por la ciudad de Niza. Con él dejó el testimonio precoz de una mirada prodigiosa, realzada por el gran trabajo de fotografía de Boris Kaufman (12 angry men, Sidney Lumet, 1957; On the Watherfront, Elia Kazan, 1954; por nombrar solo dos de las muchísimas bellezas que filmó).
Esta hermosa e hipnótica ópera prima de Vigo se ha leído, con insistencia, desde una mirada fuertemente politizada. Se ha dicho de ella que es una sátira a la desigualdad social de Niza, que expone una mirada contrastada entre el ocio de los ricos y el trabajo de los pobres, que hace un cuestionamiento de tintes casi revolucionarios acerca de todo un estilo de vida en una sociedad perdida en el escapismo. Quizá todo esto sea cierto y no soy yo quién para negarlo rotundamente, pero como a nadie debo tributo, puedo decir que esas lecturas marcadas por la concepción estrictamente politizada del arte, tan del gusto del siglo pasado, me resultan secundarias y tediosas frente a una obra que por lo que sobresale especialmente es por su poder de exploración estética.
En abierta oposición a ese tipo de lecturas, como yo deseo hacerle ver a usted À propos de Nice, querido lector curioso, es como el recorrido del ojo de un cineasta-poeta (¿kinoeta?) que se enfrenta a una ciudad como un testigo extrañado, extasiado e hiperestimulado. Para mí, esta no es otra cosa que la búsqueda fascinada que todo verdadero artista (curiosa y frecuente coincidencia con la mirada del verdadero viajero) hace para dar con esos detalles de la cotidianidad que por un instante de coincidencias estéticas y circunstanciales pasan de ser fútiles a poéticos. A su vez, es una construcción que haciendo uso del montaje, como herramienta preponderante, se esfuerza acertadamente por resaltar esa poesía implícita en los detalles y en la peculiar coincidencia de elementos, al tiempo que crea nueva poesía al poner en tenso contacto imágenes dispersas, en una especie de collage gramático-visual.
Esa tensión en la relación de las imágenes es, quizá, el motor principal que da empuje a esta maquinaria simbólica; a este juego de poesía visual en el que el elemento lúdico se vuelve, de lejos, mucho más esencial que cualquier ejercicio de reflexión política.
Precisamente, es a través de la mirada lúdica que se descubre belleza poética incluso en el horror grotesco de la miseria, la enfermedad y el dolor, como cuando Vigo vincula la secuencia de unos ociosos niños pobres (también hay ocio en la pobreza en este cortometraje; ese espacio no está reservado solo a los ricos, como alguna vez se ha sugerido sobre esta película) con la cruel imagen de una mano infantil deformada por las quemaduras, para luego dar paso a la cruda pobreza ilustrada con basura y unos sucios gatos dentro de ella. Con este juego visual Vigo rebela una oculta belleza simbólica y al tiempo da pie a jugosas capas de interpretación estética, discursiva, narrativa, ética y sociopolítica.
Es innegable, por supuesto, que hay en À propos de Nice un elemento de contraste entre la abundancia y la pobreza, entre el trabajo y el ocio, entre la belleza y la fealdad, entre la velocidad y la calma, pero no necesariamente solo en virtud de una proclama política, sino mucho más como testimonio estético de la naturaleza de la urbe, porque el contraste es algo que hace parte del tejido visual y moral de cualquier ciudad.
Testigo radiográfico, el ojo de Vigo rebela la belleza, en todas sus dimensiones, de una ciudad que, como cualquier otra, pasaría por anodino y regularizado paisaje a miradas más simples.
Andrés Vélez Cuervo
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3
10 de septiembre de 2015
13 de 16 usuarios han encontrado esta crítica útil
Hay que empezar por pedir disculpas porque la respuesta a esta pregunta llegue tan tarde; seguramente demasiados son los que ya vieron esta película, pero siempre queda el consuelo de salvar al menos un alma cándida.

La primera vez que supe que pronto llegaría a las pantallas un biopic sobre Cantinflas no pude más que emocionarme como un niño. Como un niño porque siendo un cinéfilo latinoamericano de treinta años fue en mi niñez cuando disfruté una y otra vez la genialidad de la mímica y la retórica cantinflescas. Luego vi por primera vez el tráiler de la película de Sebastián del Amo y se me hincharon las tripas de emoción porque, todo hay que decirlo, ¡Joder, qué bien hecho está ese tráiler! Se despertó en mí una extraña sensación de responsabilidad como espectador que me hizo adquirir conmigo mismo el irrevocable compromiso de ver esta película en cuanto fuera posible. Y llegó el día, jueves 02 de octubre. Cosa extraña esta en un país que lleva años siguiendo con terquedad, como una ley, la idea de que las películas deben estrenarse los viernes, día en que los espectadores siempre están más por la labor de irse de juerga que del saludable plan de ir a cine. Emocionante e inteligente me pareció la selección de un jueves para poner a Cantinflas en pantalla; la sala 1 del Embajador –qué teatro malo este, caramba–, como todas las demás, estaban considerablemente llenas ese día.
Con una exagerada dosis de azúcar en mi cuerpo, cortesía de mi compañera de función, quien consideró que el mejor pasabocas para esta película sería un cubo de crispetas con caramelo y una gaseosa del tamaño de mi insolencia, me dispuse a ver la película embutido en una pequeñísima silla hecha para la estandarizada medida nacional. Pero no importaba, la compañía era buena, el día me parecía propicio y mis expectativas eran altas, especialmente luego de haberme enterado del rumor, que para mi desdicha es cierto, de que Cantinflas sería la producción seleccionada para representar a México en la carrera por el Oscar a mejor película extranjera. De Sebastián del Amo, su director, no conocía ni conozco aún nada más (tampoco me han quedado ganas de hacerlo), así que el componente de aventura también aportaba interés.

Y empezó la función… y se acabó mi alegría.

¿Que por qué usted no debería usted ver Cantinflas?

Porque la película prometía ser algo importante, gracias, sin duda, a un tremendo y envidiable trabajo de promoción del que, eso sí, deberían aprender todos los realizadores y productores nacionales, pero no cumple, quedándose en una pintura graciocilla de algo a lo que se le huele el potencial por doquier.
Porque Mario Moreno “Cantinflas” fue, como poco, un genial monstruo al que se le debe un homenaje muchísimo más justo, y cuando hablo de justicia me refiero a la justicia estética del arte, porque en realidad me es indiferente si se cuenta la historia verdadera o no de este hombre.
Porque para abordar la figura de la genialidad artística hacen falta un par de pelotas, hace falta ser capaz de ensuciarse las manos y dejar ver los recovecos oscuros del alma; pero del guión de Edui Tijerina y Sebastián del Amo solo recibimos una ñoña corrección política que lleva a Cantinflas hasta unas profundidades de piscina infantil para evitarse problemas.
Porque ir a ver a un cine 106 minutos de malas mañas de los culebrones de televisión no es ir a ver cine. Como tampoco lo es sentarse a recibir reciclaje de estupendos recursos estéticos del gran cine de estudio del Hollywood dorado convertidos en clichés escalofriantes –solo recordar a Ilse Salas (Valentina Ivanova) melancólica mirando por una ventana lluviosa me da ganas de masticar un bombillo–.
Porque nunca hay excusa alguna para tener que escuchar la música de Aleks Syntek.
Porque la dirección de arte de esta producción es imperdonable de cabo a rabo, llena de mediocridad y falta de atención al detalle. Llámenme obsesivo, pero en una película en la que toda la dirección de arte se esfuerza por emular la estética de estudio (cuando claramente el naturalismo habría sido una elección mucho más lógica argumental, teórica y estéticamente) no se puede ser condescendiente y hacer la vista gorda cuando en la secuencia de mayor profundidad dramática un almohada está mal colocada en el tendido de cama, o cuando en un momento que intenta reflejar la humildad y la pobreza de la vida de los personajes las cajas de una mudanza son perfectas, nuevas, limpias y están atadas con la cuerda más blanca jamás vista (para citar solo dos ejemplos entre cientos).
Porque las actuaciones son en general mediocres y parecen estar mermadas bajo orden solo para dar más relevancia a un actor que no necesita de ayuda alguna, porque eso sí, Óscar Jaenada (y a quién diablos le ha de importar que sea español y no mexicano) se lleva todo mi respeto por su interpretación. No son pocos los personajes que chocan por su tono farsesco, frente a ese Jaenada, quien en un esfuerzo titánico y muy bien logrado por emular a Cantinflas, consigue lo improbable al brindar naturalismo para encarnar a un genial payaso.

Pero seamos justos, además de Jaenada, hay una cosa más que sí vale la pena en Cantinflas: cualquiera que vea esta película, espero, saldrá con ganas de revisitar el cine de este genio y volver a entender por qué “ahí está el detalle”.
Andrés Vélez Cuervo
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10
10 de septiembre de 2015
10 de 10 usuarios han encontrado esta crítica útil
Para empezar a hablar de Körkarlen hay que contar la historia que relata: Edit (Astrid Holm) una joven víctima de la tuberculosis, en su lecho de muerte, el último día del año, pide que llamen a David Holme (interpretado por el propio Sjöström) antes de que ella muera. “¿Pero quién cojones es David Holme?” es la pregunta inmediata que uno se hace como espectador y desde ese momento ya se es presa del misterio y la incómoda inquietud. Aunque la petición resulta absurda para quienes la reciben, siendo el deseo de una moribunda salen a buscar al sujeto en cuestión y, por supuesto, el condenado vago no aparece por ningún lado. Esta es la mamuschka mayor de la película; así es, esta es una narración en cajas chinas en una producción de 1921. “¿Pero qué diablos es esto que estoy viendo?” es el pensamiento que se vuelve dominante desde aquí. Una segunda historia: tres hombres con apariencia de indigentes están en el cementerio embriagándose para celebrar el fin del año. Uno de ellos resulta ser David Holme, quien les cuenta a los otros dos la historia (otra caja china) de un viejo que conoció años atrás, también un 31 de diciembre, quien le relató una terrible leyenda: la última persona en morir cada año es condenado a adquirir la maldita tarea de manejar la carroza de la muerte por un año humano, equivalente a un larguísimo periodo de martirio en el mundo de los muertos, relevando a su predecesor, y dedicarse a cobrar las almas de los pecadores. Ese hombre, presa del destino trágico, murió el año anterior, justo el último día del año.
Cuando por fin llegan a buscar a David Holme para que vaya a cumplir el último deseo de esa mujer moribunda, este se niega para seguir bebiendo, porque es básicamente un desgraciado borracho y psicópata. Sus compañeros de juerga, indignados, se lían a golpes con Holme, quitándole la vida en el último minuto del año. Por supuesto, aquí aparece entonces aquel mismo compañero que le contara la terrible leyenda de la carroza de la muerte y le anuncia que él deberá tomar su lugar en tan triste tarea. Y aquí viene una muñeca rusa más, cuando, como una negra y sórdida relectura del fantasma de Carroll, ese cobrador de almas le muestra a Holme cómo se degradó su vida por culpa del alcohol y cómo arruinó la vida de todos los que, a pesar de ser un patán indeseable, lo amaban. Hasta ahí cuento para no arruinarle a nadie las sorpresas del final. “¿Pero qué condenada genialidad es esta?” es ahora el pensamiento que impera al ver la película.
Bueno, esto por sí mismo no implica nada más que un interesante esquema narrativo sumamente curioso para su época, por supuesto, sin embargo, en esta película ese sistema de cajas chinas permite un flujo narrativo que se mece como la marea llevando al espectador por una aventura emocional que arranca ya en un pico de intriga del que uno no puede soltarse. Se termina entonces inevitablemente atrapado en ese laberinto de historias porque, además, todas son fascinantes y presentan unos personajes tremendamente complejos y sórdidos, empezando, cómo no, con el de David Holme, quien tiene detalles tan dicientes y memorables como aquel de arrancar los remiendos que le hiciera la buena de Edit en sus desgarradas ropas de indigente, solo por el placer de la humillación y el desprecio más deshumanizados.
A nivel visual, los recursos están impecablemente utilizados. Obviamente son limitados; a fin de cuentas estamos empezando los años veinte, el cine es aún un arte que gatea, e incluso los procesos de su arte materna, la fotografía, son todavía muy jóvenes, pero eso no detiene de manera alguna a Sjöström, quien recurre a la doble exposición para generar el efecto de lo fantasmagórico. Un recurso que nos podría parecer ridículo en estos tiempos en que el digital permite la creación de mundos fantásticos, pero que resulta natural al ojo, hasta el punto de que me atrevería a decir lo siguiente: si su director hiciera esta película hoy, utilizando las mismas técnicas visuales, se vería perfecta y no extrañaría al ojo.
Aparte de esto que es lo más obvio, la película hace uso de una composición pictórica fluida y expresiva que además se alimenta de unos negros y grises llenos de riqueza que hacen casi sentir texturas de oleo seco.
Sumémosle a esto el hecho de que los actores, apoderándose de esos personajes tan complejos, hacen de las suyas y lo dejan a uno boquiabierto, especialmente los dos protagonistas.
Sjöström es un hechicero que consigue anclar los ojos a la pantalla incluso en planos larguísimos y que lleva al espectador a su mundo oscuro y tenebroso con una facilidad pasmosa. Crea de esta manera la que posiblemente sea una de las mejores, si no la mejor, película de misterio y temática sobrenatural que haya yo tenido el placer de ver.
Todo en esta película está al servicio de una gran capacidad de moción de las pasiones y de impacto al alma que genera experiencias hiperestésicas constantes. La experiencia de verla es incluso agotadora y hacerlo en soledad, como yo lo hice, se torna horriblemente frustrante, hasta el punto de querer salir por la ventana a gritarle al mundo que esto existe y debe ser visto.
Qué inútil e incompleto se siente uno cuando descubre que lleva toda su vida sin conocer algo tan grandioso. Pero qué invaluable es la sensación de descubrir algo sensacional; ese placer solo se vive una vez con obras como esta y ya solo queda invitar a otros a que lo experimenten también.
Körkarlen es una de esas películas por las que un cinéfilo pierde la cabeza. La experiencia que se vive con ella es esa que todos los amantes del cine buscamos cada día y que nos motiva a salir de la cama. Y la promesa de volver a ese paraíso perdido que implica descubrir semejante joya, es lo que hace que jamás podamos parar de ver más y más y más cine.
Andrés Vélez Cuervo
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6
19 de enero de 2016
8 de 8 usuarios han encontrado esta crítica útil
Si usted es, como yo, uno de esos que gusta de ver bichos raros, degradantes y grotescos, seguramente encontrará en Island of Lost Souls una película, por lo menos, entretenida. Este largometraje de Erle C. Kenton, director conocido especialmente por las películas de terror de los años cuarenta que realizó para la Universal, es la primera adaptación cinematográfica de la novela de H. G. Wells The Island of Dr. Mureau (1896). Se cuenta que a Wells la adaptación no le gustó ni poquito porque, según él, y con toda razón, en ella se cede demasiado al efectismo del terror, dejando olvidada la profundidad psicológica que, a fin de cuentas, se supone era lo que interesaba al escritor británico. A mí tampoco me gustó mucho esta película, pero no por su calidad como adaptación, a fin de cuentas jamás he leído la novela de Wells, sino porque, en general, su calidad cinematográfica no es precisamente memorable. Hay, no obstante, que conceder que en ella hay una que otra cosa de interés. Interesa, por ejemplo la atractiva interpretación de tintes amanerados que Charles Laughton hace del Dr. Mureau (contaba el actor que se inspiró en su dentista; cosa que supongo le dará bastante miedo si se imagina usted, como yo lo hice, indefenso, con la boca abierta en una silla de odontología).
Laughton hace en esta película un trabajo verdaderamente bello (cosa que no logra ningún otro miembro del reparto, incluyendo incluso a Bela Lugosi). Interpreta a un científico loco y genial que se ha exiliado en una pequeña isla perdida de la mano de Dios, en la que investiga con experimentos genéticos con el objetivo de acelerar el proceso de evolución de las especies, pasándose por el forro, por supuesto, toda ética y conducta regular, para dar vida a feísimas criaturas humanoides a partir de animales. No juzgue usted muy severamente al Dr. Mureau por ser un total cabrón con sus criaturas, que si uno mismo creara tan repugnantes bichos, seguro les daría la espalda y saldría corriendo como lo hizo el papá de los científicos de dudosa bio-ética, el querido Dr. Frankenstein (y no, esto no aplica a dar a luz a un ser humano feo; la procreación no es un acto creativo, así que no es lo mismo. Si su hijo sale horrible, de ser posible, no lo abandone).
También se pueden apreciar, aquí y allá, algunos momentos de belleza audiovisual, como aquel en que Leta (Katheleen Burke, una actriz espantosa), la Mujer Pantera, habla junto a una charca con Edward Parker (Richard Arlen, otro actor espantoso), el pobre diablo que llega por accidente a la isla y decide arruinarlo todo creyéndose un jodido héroe de cuento de hadas, cuando en realidad es más bien un patán con la libido subida por estar tanto tiempo en altamar, y los vemos en el reflejo distorsionado del agua que ha revuelto ella al lanzar un libro de ciencia por considerarlo peligrosa herramienta que lo ayudará a escapar de la isla y abandonarla sin su merecido revolcón.
Sí, efectivamente Mureau crea en su isla a una mujer enrazada con una pantera, y lo hace como un paso en el camino hacia la consecución de una criatura que pueda sentir deseo sexual, despertarlo y llegar a aparearse y engendrar descendencia. Leta consigue sentir el deseo y despertarlo en Edward (no llega más lejos: aunque esta sea una película previa al Código Hays, tampoco espere usted que sea tan atrevida como para mostrar algo más que un besito entre un hombre y un engendro de mujer y felino), pero no sé si en el espectador, como debería haber sido; a mí, desde luego, su pinta de furcia de pueblito de tierra caliente me da más repelús que otra cosa.
Por otro lado, aunque en Island of Lost Souls se presenta el asunto del hombre jugando a ser dios a través de la ciencia, tema siempre divertido que en la caracterización de Laughton resulta para un espectador como quien escribe algo natural y muy comprensible (no pasó así cuando en 1996 Marlon Brando, en uno de esos papeles tardíos que hacía sin ninguna gana, interpretó al Dr. Mureau en la pésima The Island of Dr. Moreau de John Frankenheimer), este se aborda de manera marginal y sin mayor profundidad, simplemente presentando a Mureau como un déspota mesiánico que dicta mandamientos de control, por otro lado muy sensatos, a sus pequeños monstruos (no comer carne, no andar en cuatro patas y no derramar sangre), así que la pregunta que el Dr. hace en algún momento a Parker, “Do you know what it means to feel like God?”, aunque muy interesante, se pierde en una jungla de efectismo y una montaña de maquillaje con mucho pelo que quizá impresionó y asustó en su momento, pero que hoy no deja de parecer ridículo.
Los censores británicos la consideraron incorrecta, ya que en el primer corte se dice había una escena de una vivisección que atentaba contra la prohibición de mostrar maltrato animal en películas; más adelante le volvieron a dar palo porque la consideraron contranatural. La mujer de Laughton, Elsa Lanchester, diría al respecto que también lo era Mickey Mouse, pero aun así solo pudo ser presentada allí en el 58, veintiséis años después de su estreno en Estados Unidos. Como sea, creo que no se perdieron de mucho los británicos durante esos años, pero, como ya lo decía, quizá sea usted un rarito como yo y le saque gusto.
Andrés Vélez Cuervo
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7
10 de septiembre de 2015
8 de 8 usuarios han encontrado esta crítica útil
Du skal ære din hustru (que en español viene a ser algo así como Honra a tu esposa) cuenta la historia de un patán llamado Viktor Frandsen (Johannes Meyer) que trata a Ida (Astrid Holm), su mujer, como una basura, abusando de una autoridad caduca como macho y proveedor del hogar. Esto hasta que su antigua nana (Mathilde Nielsen) decide sacar a la pobre desgraciada de casa y darle una lección al abusón de su marido invirtiendo los papeles y poniéndolo a trabajar como una ama de casa para que aprenda a respetar a su esposa, quien es más buena que el pan pero sobradamente pendeja como para dejarse mangonear de semejante forma.
Voy a ser totalmente franco: esta es una película, en general, un poco aburrida. Sensación que no se mitiga por más que haga un alegato de reivindicación del papel de la esposa en los años veinte, cosa bastante de avanzada, y que a nivel formal esté sembrada de bellos aciertos visuales que atestiguan que en efecto fue dirigida por quien la firma (Dreyer le le confiere un general buen gusto visual que da prueba del ojo preciso de un artista de su categoría).
Pero esta es una apariencia superficial y transitoria. No podría nunca decir que Du skal ære din hustru sea una mala película; decirlo sería una majadería a la luz de su calidad visual y de su meollo argumental y discursivo. Tampoco podría decir algo en contra de su director; yo a Dreyer lo adoro con el alma; de hecho, películas suyas como Dies Irae (1945), Ordet (1955) y Gertrud (1964) son de las piezas audiovisuales más bellas sobre las que uno pueda posar el ojo, y La Passion de Jeanne d’Arc (1928) es, de lejos, una de las mejores películas de la historia del cine y además se encuentra entre mis favoritas de todos los tiempos. Carl Theodor Dreyer no es cualquier papanatas y aunque esta película fue hecha durante sus primeros años de carrera como director, ya demuestra un talento poco común. Como sea, este largometraje está atravesado por un incómodo elemento sumamente teatral (de hecho es la adaptación de una obra de teatro de Svend Rindon) que sin duda mitiga su capacidad para sobrecoger al espectador.
Ahora bien, si usted consigue sobreponerse a la sensación inicial de tedio, podrá encontrarse con unos personajes sórdidamente complejos, retratados con una plasticidad que ya poco se ve en estos días, pero de la que el director danés siempre fue un prodigioso exponente; con planos memorables de esos que dan ganas de enmarcar, como aquel del abrazo entre Ida y Viktor que luego ha sido homenajeado y repetido tantas veces en la historia del cine, y con escenas llenas de un inteligente simbolismo amargo, como aquella en la que Ida raspa la mantequilla de su propia tostada para que la de su esposo tenga un poco más de sustancia. También podrá disfrutar el espectador de unas interpretaciones para ser aplaudidas, que además se nutren de gran atención al detalle simbólico desde el guion, como ese en el que Viktor aparece acomodando la pata coja de la mesa por nostalgia, en conexión con aquel otro momento previo en el que Ida hacía lo mismo por pura sumisión.
Y hay aún más recompensa para los ojos que no se dejen distraer por ese tono letárgico del largometraje (Dreyer siempre esconde innumerables capas de interés estético y discursivo): Du skal ære din hustru está sentando unas importantes bases, quizá sin saberlo, de lo que llamaré “naturalismo cinematográfico” (ese que será luego vertebral de movimientos como el Neorrealismo Italiano) a través de la atención a historias pequeñas; a personajes sencillos, incluso aparentemente anodinos, pero llenos de matices, y a detalles contextuales prosaicos en su superficie pero cargados de connotación a través de una mirada humildemente poética.
No se deje, pues, distraer por las apariencias.
Andrés Vélez Cuervo
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