Es toda una declaración de principios decir que Doctor en Alaska, después del tiempo transcurrido desde su última temporada, sigue siendo aún hoy la mejor serie que jamás se ha emitido en televisión. Lo es, cuando además vivimos en la actualidad una época especialmente gloriosa en lo que se refiere a producciones televisivas (Los Soprano, A dos metros bajo tierra, House...).
Pero es que da la impresión de que esta serie fue tocada con una varita mágica, de tal manera que resulta inconcebible que puedan volver a darse, todos a la vez, la serie de elementos que convirtieron a Cicely en el lugar en el que cada uno de nosotros, alguna vez, soñamos vivir; en la Gran Utopía de los tiempos modernos.
Y es que todo en ella es maravilloso: desde los actores, los impresionantes guiones (trabajados con un esmero que no he vuelto a ver en un producto televisivo), su entrañable sentido del humor, el profundo respeto por la existencia que destila cada frase, cada secuencia; la exquisita banda sonora y, last but not least, los maravillosos paisajes de Roslyn, en Washington.
No dejo de desear que a alguien, algún día, se le vuelva a ocurrir comprometerse con un proyecto tan hermoso como lo fue este sueño imposible llamado Cicely. Pero temo que haga falta demasiado amor por la vida para pueda volver a ocurrir, al menos hasta dentro de mucho, mucho tiempo.

Es una pena que se hayan confirmado mis temores de que esta película, tal y como ya había leído antes de ir a verla, se haya visto perjudicada por un exceso de melindre con tufo a familia Alcántara, sin el cual el experimento seguramente habría salido mucho mejor parado.
Pero, aparte de eso, he de reconocerle el innegable mérito de haber sido la primera película española en abordar un tema que a mí personalmente me toca de lleno, pues yo soy hija de esa oleada de emigrantes a Suiza (de hecho, nací allí). Por descontado, no pude evitar llevar a mis padres a verla nada más supe de su estreno, y cual no fue mi sorpresa al comprobar que, a los pocos minutos de visionado, ya estaban los dos llorando como magdalenas. Con independencia de los múltiples recuerdos que, sin duda, debieron despertarse al ver sus vivencias reflejadas en la pantalla (por lo visto bastante fidedignamente), supongo que era la primera vez que alguien les hacía sentirse merecedores de un homenaje por ese su particular periplo vital -que, dicho sea de paso, tanto contribuyó a oxigenar el viciado aire que por entonces se respiraba al sur de los Pirineos.
En todo caso, me alegro por ellos. Como dice la peli, por "todos ellos".

Esta es la tercera película que veo de Kim Ki-Duk, después de Hierro-3 y Primavera, Verano, Otoño... y Primavera. Decir que esta es la peor de las tres no es, tratándose de este siempre sorprendente director, menos que decir que es muy buena. Sí es cierto que, con ese aura a medio camino entre el zen y el sadomaso, igualmente presente en diferentes formas en sus otras películas, ésta es sin duda la más cruda de las tres (aún no he visto Samaritan Girl), con algunas escenas francamente desagradables. Aún así, toda ella rezuma esa exquisita sensibilidad oriental a la que por estos lares estamos tan poco acostumbrados, pero - y esa supongo que es la verdadera razón de que su director haya conectado tan bien con el público europeo - expresada en un lenguaje o, yo diría más bien, con una actitud más afín a nosotros que a sus propios compatriotas. Sin duda, un caso único dentro de la filmografía actual, este Kim Ki-Duk. Si habéis visto La Isla, supongo que ya conocéis las otras dos, pero, si no es así NO DEJÉIS DE VERLAS.

La sensación que a uno le queda después de ver esta película es de tal intensidad, que incluso el mero hecho de escribir esta crítica resulta de una intrascendencia casi ofensiva.
Difícilmente puede uno imaginar otra forma de existencia más extrema que la que se retrata en esta película, bajo la mirada -ya nunca más inocente- de unos niños marcados por la miseria y la guerra.
Habida cuenta de la crudeza y la trágica literalidad de lo que relata, no cabe decir mucho más sobre la película, salvo que, aparte del interés de su contenido, estamos sin duda ante una auténtica obra de arte, que convierte a la realidad en metáfora de sí misma.
Es el primer film iraní que veo; pero, por lo que ya he leído en algún otro lugar, creo que este es el tipo de cine del que cabe esperar cosas interesantes de aquí en adelante.

Últimamente cada vez que voy a ver la "última gran película de Almodovar", salgo del cine con una reiterativa sensación de expectativa no cumplida. Lo cierto es que las críticas que había leído previamente de esta cinta habían contribuido notablemente a que esperase de ella más de lo que habría sido lógico, a juzgar por sus últimos intentos, en especial la paupérrima "La mala educación".
Digamos que a "Volver" le doy un 6.5. De acuerdo que no está mal. Se deja ver. Pero nada más. Demasiado cargante la impresión de estar asistiendo a un pesado culebrón un tanto carente de sentido (los "excesos" almodovarianos hace tiempo que perdieron su frescura) del que únicamente se salvan las muy dignas interpretaciones de Carmen Maura y Penélope Cruz (tampoco está mal Yohana Cobo).
Todo lo cual me lleva a coincidir con algún que otro comentarista en la impresión de que Almodóvar es tan buen director como mal guionista y que a ver si llega la bendita hora en que se pase a la dirección de guiones ajenos. Porque lo de los suyos empieza ya a cansar...
Y no se me ocurre de qué forma pueda llegar a enmendar unos errores que comienzan a ser ya sospechosamente recurrentes.