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El cisne moribundo (1917)

El cisne moribundo
49 min.
6,9
107
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Sinopsis
Cuando Víctor se encuentra a Gizella un día al lado del lago, se interesa por ella y empieza a llamarla la regularidad. La pasión de Gizella, que es incapaz de hablar, es el baile. Cuando Viktor la engaña y ella lo encuentra con otra mujer, ella se aleja y comienza una carrera como bailarina. (FILMAFFINITY)
Género
Drama Ballet Cine mudo Mediometraje Discapacidad
Dirección
Reparto
Año / País:
/ Rusia Rusia
Título original:
Umirayushchii lebed (The Dying Swan)
Duración
49 min.
Guion
Fotografía
Compañías
9
El cisne moribundo
Desde que la vi por primera vez hace 3 días, no puedo evitar que el plano final se me venga constantemente a la cabeza. Hay algo en esta película que me resulta profundamente emocionante y que se ha quedado conmigo.

En el cine de Yevgeni Bauer, cuestiones como la obsesión, la muerte y el amor no correspondido juegan un papel fundamental, y las mujeres, abocadas en muchos casos a destinos fatales, suelen ser las principales víctimas de todo ello.

Gizella, la protagonista de The Dying Swan, puede ser la figura más trágica de todas las mujeres que pueblan su cine. Dada su mudez y su timidez, la única manera en la que siente que verdaderamente puede expresarse es a través de la danza.

Su personaje es de una fragilidad extrema, casi desconcertante, y uno siente que, cuando ella se enamora de Viktor, lo hace simplemente porque este es la primera persona que le ha prestado algo de atención más allá de su padre.

Pero la realidad es que todo su entorno percibe esa extrema fragilidad, y la aprovecha. Con el tiempo, se ve que ese interés mostrado por Viktor no era más que la primera muestra de lo que le depararán sus interacciones con los hombres, una relación casi vampírica en la que ellos tratarán de extraerle toda la vitalidad posible.

El caso más obvio llega después de Viktor, con el pintor -obsesionado, como no podía ser de otra manera, con la muerte-, que decide tomar a Gizella como su musa, como la representación idealizada del concepto que lleva explorando años sin éxito.

Pero Gizella quiere vivir. De hecho quizás sea el único personaje de la película que muestre esta intención, en su constante búsqueda de métodos con los que sanar su dolor.

Esa danza, que el pintor interpreta como la sublimación de su idea de muerte, puede que sea la mayor muestra de la vitalidad de Gizella. La actividad en la que, en un acto profundamente humano, ha depositado toda su ilusión y su esperanza. Y la que, finalmente, tras un pequeño espejismo en el que ella parece ver restaurada su felicidad, acabará causándole su perdición.

Como si, tal y como ocurre con otros personajes de Bauer, Gizella fuese un ser condenado a vivir constantemente en un estado de infelicidad y de profunda melancolía, sin posibilidad de escapatoria de su propio destino.

Pero como espectadores, al finalizar la película, no la recordamos ni como hija modélica, ni como pareja abnegada, ni como musa sumisa. Ni siquiera aunque esa haya sido la manera de aproximarse al personaje durante la mayor parte de la película, no logramos visualizarla como la otredad de nadie.

Sino como aquella mujer que decidió vivir en todo momento, y regalarnos la danza del cisne moribundo.
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