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Yo, Claudio (Miniserie de TV) (1976)

Yo, Claudio (Miniserie de TV)
650 min.
8,3
9.450
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Sinopsis
Miniserie de TV de 13 episodios. Claudio, Emperador de Roma, viendo aproximarse el final de su vida, decide escribir la historia de su familia (dinastía julio-claudia) desde el año 50 a.C. al 50 d.C. La Sibila ha profetizado que esta historia llegará a la posteridad. Adaptación del texto del célebre escritor e historiador Robert Graves, y que presenta, con finas dosis de humor y un toque de inocencia, al emperador Claudio y su visión de aquellos turbulentos años. (FILMAFFINITY)
Género
Serie de TV Drama Miniserie de TV Antigua Roma Histórico
Dirección
Reparto
Año / País:
/ Reino Unido Reino Unido
Título original:
I, Claudius
Duración
650 min.
Guion
Música
Fotografía
Compañías
Links
Categorías 1
Premios
1978: Emmy: Mejor dirección artística. Nominada a Mejor miniserie y dirección
1976: Premios BAFTA: Actor (Jacobi), Actriz (Phillips) y Diseño. Nominada a Drama
10
La verdad del idiota.
Si uno visita la página de la Academia de TV de España, esta serie sigue figurando como la mejor que se ha televisado desde que la caja tonta ha tomado el centro de la casa.
“Yo, Claudio” son 650 minutos de una calidad inigualable. La serie adapta dos magníficas y documentadas novelas de R. Graves (“Yo, Claudio” y “Claudio, el dios”). Un material como este, carente casi de diálogos y lleno de hechos, tiene una difícil traslación al reino de la tv donde el diálogo es omnipresente. Es curioso, como esta dificultad se ve recompensada en la presentación de los capítulos. Lo habitual es dar la paternidad de todo este trabajo al director; sin embargo, “Yo Claudio” es “by Jack Pulman” (guionista de otra serie mítica: Poldark), no de su director: H.Wise. Lo cierto es que hace un trabajo prodigioso y ajustado al medio. Realizando una adaptación fidelísima a los hechos, imagina cómo pudieron desarrollarse, desarrollando casi “otra novela”, y ofrece unas secuencias llenas de tensión que inevitablemente te llevan a desear que llegue el próximo capítulo. Sin embargo, si vemos todos los elementos que la componen, podemos llegar a pensar que estamos ante un “subproducto”. Los decorados son teatrales, sin profundidad; el maquillaje y el vestuario pasable; la fotografía es plana, sombría, pero no expresiva; la falta de medios “canta” (no estamos ante una producción como “Roma”) a lo largo de toda la serie. Pero estos defectos, se tornan bondades ante el virtuosismo y fortaleza de los dos pilares sobre los que se sostiene: el guión y el excelente reparto. Por ejemplo, en “Claudio, el dios”, que recoge todo su mandato, hay un exhaustivo relato de la campaña que Claudio llevo en Britania, que de ser llevada a pantalla requeriría el presupuesto de una gran superproducción; en la serie, toda esta narración está resumida en la llegada del rebelde principal al Senado y una voz en off que acompaña; también son numerosos los planos en los que la imagen es sustituida por efectos sonoros (casi no hay figuración en la serie). Sin embargo, esto no aparece como un defecto. “Yo, Claudio” no dirige su mirada hacia fuera, sino hacia dentro, hacia los corredores del palacio, hacia las entrañas del poder, hacia ese nido de víboras que no nos abandonará en 13 capítulos. Ahí, en esa visión, radica la actualidad y el poder de fascinación que sigue ejerciendo esta serie 30 años después de su realización. El horror y la corrupción nos es narrada desde la finísima ironía (la serie está llena de “respiros” sutilmente cómicos) y por uno de los personajes más fascinantes de toda esta ralea: Cla-Cla-Clau-Claudio, el tonto; y a la vez, también desde la ética, pues el propósito que tiene de contar la verdad es su modo de sacar a la luz el mal (advertirnos) con el que ha estado conviviendo siempre y al que ha sobrevivido. (continúa la crítica en el “spoiler”).
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129 de 132 usuarios han encontrado esta crítica útil
9
Una traumática laguna
La primera emisión de “Yo, Claudio” en Televisión Española discurrió a lo largo de 1978. La España de Suárez estrenaba Constitución y Taylor padecía una engorrosa afección denominada preadolescencia. Resucitar a día de hoy esas difusas imágenes y entroncarlas, al mismo tiempo, con aquellos remotos días supone para las castigadas neuronas del que esto suscribe un ejercicio de arqueología mental despiadado pero, vaya, creo que puedo conseguirlo. Vamos allá.

Las inquietantes imágenes del áspid reptando sinuosamente por el mosaico y esa perturbadora musiquilla pregonando el inicio de cada capítulo ejercían sobre mi el efecto de una irrefrenable invocación que no podía desatender de ninguna manera. Sin embargo, los puñeteros rombos constituían un irritante obstáculo que debía vencer a toda costa. La verdad es que ese implacable baremo mediante el cual las calenturientas mentes de honda raigambre franquista mesuraban los niveles de impudicia televisiva me puso en más de un aprieto, pero ello no impidió que pudiera disfrutar de la serie con regularidad. Sospecho, eso sí, que mi empecinamiento resultó determinante a la hora de sortear rombos, retórica paternofilial y demás. Lamentablemente, ello no fue suficiente para que mis pueriles retinas pudieran presenciar una de las secuencias míticas de la historia de la televisión, aquella en la que el depravado Calígula -emulando a Zeus- extraía a su hijo del útero materno para devorarlo atrozmente.

Al margen de tan traumática laguna, recuerdo con nostalgia el magnetismo de una serie que, a través de intrigas, contubernios y maquiavélicas maniobras, despertó en mi un descomunal interés por la civilización romana. Para la posteridad quedará el eco de una producción televisiva que supo maquillar su ostensible escasez de medios a través de un guión, unos diálogos y unas interpretaciones extraordinarias. Memorable.
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48 de 55 usuarios han encontrado esta crítica útil
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