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El último de los injustos (2013)

El último de los injustos
220 min.
7,5
473
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Tráiler HD (INGLÉS y ALEMÁN con subtítulos en ESPAÑOL)
Sinopsis
Claude Lanzmann, el director de "Shoah", película sobre el exterminio judío, recupera, casi treinta años después, una serie de entrevistas con Benjamin Murmelstein, el último presidente del Consejo Judío del campo de concentración de Theresienstadt. Las entrevistas se grabaron en Roma en 1975 y quedaron fuera del montaje de Shoah. El film narra cómo era en realidad la vida en ese campo de exterminio, que se pretendió presentar como un campo modélico. Las entrevistas nos muestran a Murmelstein como un hombre dotado de una inteligencia deslumbrante, un gran valor y una memoria incomparable que lo convierten en un extraordinario narrador. (FILMAFFINITY)
Género
Documental Documental sobre Historia Holocausto Nazismo II Guerra Mundial
Dirección
Reparto
Año / País:
/ Francia Francia
Título original:
Le dernier des injustes
Duración
220 min.
Guion
Fotografía
Compañías
Coproducción Francia-Austria;
Links
Premios
2013: Premios César: Nominada a Mejor Documental
2013: Festival de Cannes: Sección oficial fuera de concurso
2013: Festival de Sevilla: Sección oficial a concurso
8
Una historia que contar
Al principio de la película, su protagonista, el rabino Benjamin Murmelstein, le recuerda al entrevistador y realizador Claude Lanzmann la historia de Sherezade: el sultán había hecho matar a todas sus antecesoras, pero ella consiguió sobrevivir porque tenía una historia que contar.

La película muestra cómo él experimentó la narración en tanto que forma de supervivencia en un doble sentido: por una parte, colaborando con los nazis en la construcción de la historia que ellos pretendían contar (la presentación propagandística del campo de Theresienstadt como un asentamiento modélico para los judíos), y haciéndose imprescindible para ellos en ese cometido; en el otro lado, siendo capaz de crear para sí mismo y los suyos una historia distinta a la del desánimo, un trabajo dirigido a objetivos concretos: como dice él mismo, “si el médico que está operando al paciente se pone a llorar por él, lo mata.”

La figura de Murmelstein es ambigua (en tanto que dirigente judío nombrado por los nazis y por tanto sospechoso de colaboracionismo), pero el retrato que de él hace la película transmite una innegable simpatía. Ello no implica que la visión de Lanzmann sea simplista y unilateral, sino que su ambigüedad está en otra parte, en los fallos y flaquezas de otros; como recuerda el protagonista, que no acusa a nadie directamente, “un mártir no es necesariamente un santo”. Está claro que los nazis eran los verdugos, pero los judíos no eran únicamente víctimas: su relato muestra cómo los lazos del poder se extienden a todos los niveles, y corrompen en todos los bandos.

El ejemplo de Murmelstein transmite una visión en cierto modo socrática, en la que la ética está ligada a la inteligencia: parece alguien que fue capaz de distinguir con perfecta nitidez y en todo momento sus objetivos personales de los de su pueblo y los de sus enemigos, para nunca anteponer los terceros a los segundos en beneficio de los primeros; y ello en las más difíciles circunstancias exteriores, sabiendo calcular fríamente la estabilidad de su posición, el alcance de su red de trapecista.

Lanzmann no acusa a quienes fallaron en esas circunstancias, pero sí, indirectamente, a quienes se permiten juzgar a Murmelstein desde fuera. Él no sólo consiguió sobrevivir a la shoa sino también, y a diferencia de otros supervivientes, a su conciencia: en la película se juzga a sí mismo sin contemplaciones (nunca se presenta como un héroe desprendido, ni oculta su fascinación por el poder), pero tampoco parece tener nada verdaderamente grave que reprocharse. Aguantó todas las críticas y condenas, convenció a alguien tan duro como Lanzmann (que quedó tan fascinado por el personaje que ha rescatado las entrevistas, que realizó durante la preparación de Shoah, para construir esta película casi 40 años después), y murió tranquilamente a los ochenta y tantos años en Roma, como (la comparación es suya) “un dinosaurio en medio de la autopista”.

La película tarda en arrancar: las dos primeras horas pesan mucho, y parecen no aportar nada a quien recuerda, aunque lejanamente, la tremenda impresión de Shoah. Pero Lanzmann funciona por acumulación, sin prisas, sin complacencias: como en una ópera de Wagner o un novelón de Thomas Mann (salvando las diferencias de medios y estrategias), hay que sobrellevar ascéticamente la sensación inicial de aburrimiento sabiendo que más tarde llegará el momento de las revelaciones; entonces, la impresión que estas producen no es la misma que si vinieran en el minuto diez; el peso de lo anterior no aplasta, sino que eleva el conjunto como el pedestal de un monumento que conmemora a Murmelstein, “el último de los injustos”.
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25 de 25 usuarios han encontrado esta crítica útil
8
Mein liebster Feind
Hay manchas tan grandes, malolientes e incrustadas (en la ropa, en la piel...) que por mucho que luchemos, rasquemos, frotemos... no hay manera de librarnos de ellas. Ahí siguen, riéndose, de alguna manera, de nosotros y de nuestra incomprensión. Porque es fácil decirlo pero no tanto aplicarlo: a veces no queda otra solución que darse cuenta (y aceptar) que no hay solución posible. La mancha seguirá ahí, hagamos lo que hagamos. Porque en cierto modo, necesita estar ahí, recordándonos su existencia. Claude Lanzmann lo comprendió hace mucho tiempo y en 1985 legó, para todo aquel dispuesto a escuchar, la solución imposible a este enigma imposible. 'Shoah' fue precisamente el resultado lógico de lo imposible; una película imposible de visionado rematadamente imposible (nueve horas que piden a gritos verse de un tirón; sin intermedio que valga) y no obstante, imprescindible.

Hablar del Holocausto sigue implicando, ya bien entrado el siglo XXI, hablar de ese período (y de esa gente, y de esas circunstancias, y de esas decisiones, y de esas consecuencias...) del que, por muchas películas, documentales o reportajes que hayamos visto al respecto, nunca es tarde para darse cuenta de que viene acompañado de la más terrible y humana de las ignorancias. Seguimos sin saber prácticamente nada, porque el esquema general (si es que éste puede concebirse) obedece a un horror que a día de hoy está esperando a ser correctamente medido. Una muestra: ni los 556 minutos que componen 'Shoah' bastaron para que Lanzmann (ni en el fondo, nosotros mismos) se diera por satisfecho. El olor y el rastro de la mancha seguían percibiéndose con demasiada claridad... hasta que las ganas de vomitar (por pura angustia) se hicieron literalmente insoportables. ''Es este un lugar siniestro, de una belleza inolvidable'', afirma el propio director. Así.

En términos técnicos, 'El último de los injustos' podría considerarse como una especie de spin-off de aquel inmortal documental. Una pieza más de aquel rompecabezas, tan macabro como eterno en su concepción y (una vez más) comprensión. Empieza el ''nuevo'' trabajo de Claude Lanzmann con unos títulos que se alargan durante minutos (de nuevo, la concepción que tenemos del tiempo en una sala de cine o cuando simplemente estamos mirando una película, exige un replanteamiento tan radical como el de la propuesta) en lo que es una especie de explicación de cara a la galería. El veterano documentalista viene a decirnos que el material que estamos a punto de ver ha alcanzado su punto de madurez (de nuevo, hablamos de confección y comprensión sin importar el tiempo), por así llamarlo, o dicho de otra manera, que el material que tenía entre manos era de un valor tal que ya no podía quedárselo para él solo. También, por complejidad, exigía un tratamiento aparte.

Y así empiezan las ''Cuatro horas con Benjamin''. A efectos prácticos, 'El último de los injustos' es el resultado, casi al desnudo, de la maratoniana tanda de entrevistas que, en Roma en el año 1975, el propio Lanzmann consiguió hacer a Benjamin Murmelstein, último máximo responsable del Consejo Judío en el -híper hipócrita- infierno checoslovaco de Theresienstadt. El duelo de titanes se salda al final, y no es un spoiler, con la falsa claudicación del cineasta, quien con una sonrisa en la cara (no se sabe si de cariño, complicidad o desesperación) le suelta a su contendiente: ''¡Es usted un tigre!'', poco antes de haberle concedido, en un pasaje muy concreto pero igualmente esclarecedor: ''Sí... es una buena respuesta, la suya.'' La ''buena respuesta'', ni falta hace decirlo, no tiene por qué ser la correcta (este calificativo, aplicado a esta materia, simplemente no existe) o, para no ser tan ambiciosos, la esperable... no es más que la enésima constatación del irrebatible carácter de bestia-parda del interlocutor (esto es, un Rankor como la copa de un pino), resultado directo (es decir, consecuencia... y quién sabe si causa) de un horror prácticamente inenarrable. Lo mismo que mirar al abismo... y que éste te devuelva la mirada.

El Holocausto, como ya sucediera en 'Shoah', vuelve a cobrar vida de la forma más contundente: desprovisto de la impostura cinematográfica (sin banda sonora, recreaciones o montajes que jueguen con el material de archivo) y apoyado en la pureza de la máxima esencia del séptimo arte. Vuelve a reivindicarse la fuerza del primer plano, del silencio y de la palabra oral para posibilitar un sobrecogedor diálogo entre el presente, el pasado... y el pasado anterior, que como sabemos, son las distintas caras del mismo objeto de estudio. Sin prisa pero sin pausa, Lanzmann sigue sin querer pasarle una sola a su contendiente, dando así pie a un cara a cara épico, sin concesiones... no por el morbo de alzar bien alto el dedo del delator inquisidor, sino para tratar de alcanzar un punto de entendimiento que nos libre (en parte) de la ignorancia de la que somos prisioneros.

Porque la verdad nos hará libres, quizás, pero conviene no olvidar que sólo con el blanco y el negro, difícilmente puede obtenerse un retrato de lo sucedido mínimamente preciso. Mucho menos a la hora de intentar poner orden en la terrible ''Organización de la muerte'' concebida por la maquinaria nazi. Claude Lanzmann lo sabe... y Benjamin Murmelstein, que para la ocasión juega a la perfección el papel de ''íntimo enemigo'', quizás lo supo desde mucho antes que la amplísima mayoría de víctimas y verdugos. ''Téngalo claro'', declara este monstruo / fenómeno de la ambigüedad, ''éramos mártires, pero no santos''. Y una vez más, nos topamos con lo que no puede ser derruido o esquivado. Destruyan, eso sí, y de una vez por todas, la maldita frontera entre ''buenos'' y ''malos''... y piérdanse, como ya hiciera Lanzmann hace casi cuarenta años, en la insondable profundidad del espíritu humano.
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