La felicidad (1935)

Las virtudes de un montaje curioso y brillante ensalzan esta parábola sobre las tareas y quehaceres del campesino en la URSS de los años treinta, trazando mediante parábolas y fragmentos satíricos una amalgama de situaciones que recubren con un barniz de humor negro pasado de rosca e inteligente reclamo con destellos esta "Schastye" de Medevkin.

Cabe destacar también, en especial, una fotografía que, usando encuadres de lo más rutinarios, logra sorprender al espectador gracias a la consecución de unos decorados tan logrados como atípicos, que encajan a la perfección en el contexto de la obra de Medevkin, otorgándole un contrapunto visual bastante interesante que, por si solo, ya ofrece los suficientes parámetros para dar cierto carácter al film.

Probablemente resulte irregular ya que en ciertos momentos sus rasgos se tornan excesivamente bastos, pero pese a ello, la obra del soviético deja claras sus intenciones desde el principio, y sería incomprensible achacarle defectos que realmente no son propiciados por el cauce que le da el cineasta, sino por la propia envergadura de la película en sí.
En su conclusión, en cambio, no me parece que se opte por el cauce más adecuado tras todo ese dechado de apreciaciones que quedan en la perspicaz envoltura ofrecida por Medevkin, ya que tras ofrecer esa cara tan combativa esa conclusión, se podría tildar de medrosa.
De todos modos, "Schastye" en ningún momento da la espalda al espectador, y en una propuesta que ofrecía tanto, y da exactamente eso, no cabe achacarle taras que mengüen sus virtudes hasta el punto de no resultar obligatoria. Porque lo es, y con creces.

Chaplinesca, surrealista y profundamente alegórica, Schastye es uno de los tesoros mejor guardados de ese arca rusa que no para de depararme sorpresas. No muy alejada en espíritu e intenciones del Concursante de Rodrigo Cortés, la obra de Medvedkin es una clásica comedia silente que, tirando del slapstick, intenta articular una parábola político-social de la situación de Rusia en aquellos años al tiempo que reflexiona sobre el materialismo, la libertad y la búsqueda de la felicidad. Una sátira humanista que quizás se traicione en una moraleja final cuestionable, pero cuya ingenuidad no puede otra cosa que despertar nuestra admiración.

Y es que su falta de sutileza es lo que la hace especialmente entrañable. Como si de una fábula infantil se tratara, Medvedkin juega a caricaturizar a sus criaturas para que no quepa ninguna duda de quiénes son los buenos y los malos y quién representa a quién en este incorregible circo social. Para ello tira de caracterizaciones bizarras (narices postizas, pies gigantes) y de lo que haga falta: caballos de lunares en lo alto de un tejado, siervos de Dios peleándose por un fajo de billetes, cadenas y candados hiperbólicos, ejércitos enmascarados, etc. Su humor, pese a lo que pueda parecer, depara momentos de una inteligencia sublime (el genial y negrísimo gag del molino, perfecto ejemplo de comicidad que Buster Keaton no hubiera dudado en incluir en su repertorio), y nos regala el oído con algunas de las frases más memorables y dadaístas que he tenido el placer de escuchar en toda mi vida de cinéfilo.

Puede que finalmente funcione más como curiosidad que como película en sí, ¡pero qué curiosidad más insólita y demencial! Una rareza total. Bueno, o no tan total: en realidad es una relectura del Cándido de Voltaire acoplada a los nuevos tiempos.

Lo mejor: su delirio absoluto.
Lo peor: demasiado trazo grueso, a veces.