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Peregrinos (1933)

Peregrinos
96 min.
7,1
340
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Sinopsis
Una madre posesiva, Hannah Jessop (Henrietta Crosman), alista a su hijo Jim (Norman Foster) en el ejército para combatir en la Primera Guerra Mundial para evitar que se case con su novia, Mary Saunders (Marian Nixon), sin saber que ésta espera un hijo de Jim. (FILMAFFINITY)
Género
Drama I Guerra Mundial
Dirección
Reparto
Año / País:
/ Estados Unidos Estados Unidos
Título original:
Pilgrimage
Duración
96 min.
Guion
Música
Fotografía
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9
Destellos de gracia fordiana (I): Así nació Natani Nez
John Ford no inventó el cine, pero, de un modo u otro, se acabó apropiando de él. Al fin y al cabo, si se vuelve atrás la mirada, se hace difícil poner en duda que haya existido, en toda su historia, una figura cuya sombra se extienda de un modo tan perdurable, influyente y poderoso como la de Ford. No, tal vez no inventó el cine, pero John Ford fue, sucesivamente, pionero, innovador y dueño absoluto de los resortes secretos de un arte que jamás habría sido el mismo sin él. “Prácticamente cualquier cosa que cualquiera de nosotros haya hecho”, decía Sidney Lumet en 1973, “puedes encontrarla en una película de John Ford”.

Cuando se habla de Ford y se citan sus obras maestras, parece existir, no obstante, la tácita convicción de que no fue hasta “La diligencia” cuando ofreció la auténtica dimensión de su talento. Como todos los tópicos, esta creencia tiene algo de verdad, pero es esencialmente errónea, ya que obvia el hecho de que en 1939 Ford llevaba un cuarto de siglo en el mundo del cine, donde había desempeñado las más diversas tareas, al servicio de su hermano Francis –el primer Ford famoso como director de cine- o de Griffith -a cuyas órdenes se enfundó una capucha del Ku-Klux-Klan en “El nacimiento de una nación”-, antes de dirigir sus propias películas, con apenas veintidós años.

“Peregrinos”, rodada seis años antes de pisar por primera vez Monument Valley y de dignificar un género relegado hasta entonces a la condición de pasto de ganado, es, tal vez, la mejor película de Ford anterior a “La diligencia”, y, en no pocos aspectos, resiste perfectamente la comparación con muchas de sus obras mayores de décadas posteriores. Pese a la evidente superioridad técnica de sus trabajos más famosos y del hecho de que estos se desarrollen en sus marcos físicos más reconocibles, es aquí, en “Peregrinos”, donde cristalizan por primera vez, de modo diáfano, algunas de las recurrencias temáticas y estilísticas inconfundibles del universo fordiano.

No hacen falta sino unos pocos minutos para comprobar que Ford, en 1933, ya era Ford; los suficientes para que su innato sentido de la composición y el encuadre, su pasmoso dominio de la iluminación o su agudo escrutinio de la naturaleza humana dejen más claro que rótulo alguno quién firma la película. Si en algo es rica “Peregrinos”, sin embargo, es en eso que se llamó “gracia fordiana”, esas breves, sutiles y aparentemente involuntarias rúbricas en forma de gestos o miradas de las que Ford se servía para narrar sin malgastar una sola palabra, sugiriendo (que no subrayando) las líneas no escritas del guión. Una mano enguantada recogiendo un ramo de flores a través de una ventanilla de tren. Una trinchera aplastada bajo un silencioso torrente de barro. Un cubo de agua bajo una tormenta. La reunión de los pedazos rotos de una fotografía.

Sí, así –y no más tarde- nació el hombre al que los navajos llamaron Natani Nez, que no en vano significa El Guerrero Alto. Pero eso ocurrió después, y es otra historia.
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24 de 27 usuarios han encontrado esta crítica útil
9
La madre
En la revisión que estoy haciendo de la filmografía de John Ford, me acabo de encontrar con una casi obra maestra. Desde luego con una perfecta obra cinematográfica, y más si considero que los fines de la productora, la Fox, y creo que del director también, es llegar al máximo de espectadores, que a fin de cuentas son los intereses de Hollywood. Es un drama que podría quedarse en el sufrimiento por los muertos en la guerra, y en particular de lo que sufrieron las madres de tantos jóvenes muertos en los campos de batalla europeos de la Primera Guerra Mundial. Pero Ford, como siempre, va dejando la historia a un lado y va introduciéndose en la vida de sus personajes, en este caso la madre que ha llevado a su hijo a la guerra para evitar que se casara con una muchacha. Toca todas las fibras sensibles porque sabe que cualquier espectador ha tenido madre y que la mayoría de sus espectadoras son madres o lo serán seguramente. Pero huye del tono sensiblero y utiliza unas imágenes realistas, que unidas a la interpretación de Henrietta Crosman, consiguen un drama humano que cualquiera puede entender. Hay varias secuencias y planos que son dignos de figurar entre las muestras de arte cinematográfico, pero yo me quedo con la escena en la que la novia del hijo le da a la madre un ramo de flores para que lo ponga en la tumba del muchacho muerto. La joven lleva de una mano a su hijo, y en la otra las flores, y la madre, dura como ella es, sólo saca una mano por la ventanilla del tren para coger el ramo. Sinceramente, de las pocas escenas cinematográficas que me han producido un enorme nudo en la garganta. Si pueden verla estoy seguro que no se arrepentirán, y hasta es posible que repitan, como pienso hacer yo. Pero no todo es drama, porque Ford sabe introducir los elementos cómicos en sus películas, y eso es lo que hace con una madre que va a visitar las tumbas de sus tres hijos muertos, que desborda amor por la vida y que fuma en pipa. ¡Ah! Todos los elementos fordianos están en esta película, así que los verdaderamente cinéfilos no deben perdérsela.
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14 de 15 usuarios han encontrado esta crítica útil
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