El enigma de Manderson (1952)

Un financiero de importancia internacional, Sigsbee Manderson (Orson Welles), es hallado asesinado en el jardín de su mansión de Hampshire. Un jurado popular decide que se trata de un suicidio llevado a cabo con su propia arma. Philip Trent (Michael Wilding), un periodista de investigación no opina lo mismo. La viuda de Manderson, Margaret (Margaret Lockwood) se opone a esa investigación. Constituye un punto oscuro de la historia su relación con uno de los secretarios de su marido, John Marlowe (John McCallum), que se ha enamorado de ella aunque sin ser correspondido.
“El enigma de Manderson” responde al clásico patrón de las películas policiacas de los años 40 y 50, sin llegar al esquema clásico del cine negro. Está dirigida por Herbert Wilcox sin que ofrezca aspectos destacables en fotografía o iluminación. Todo se mueve en un tono de corrección que se pone al servicio de la historia para hacerla más destacable.
De alguna manera, Wilcox ofrece un relato hacia atrás. Parte de la encuesta que declara el suicidio de Manderson, en la que se presentan a través de sus testimonios de los distintos protagonistas de la historia. Sigue con una actividad de investigación un tanto superficial y deslavazada a fijarse más en las reacciones personales de los protagonistas. Y termina con un extenso flash back en el que se reconstruye lo sucedido.
Hasta ese final no aparece Orson Welles, es decir Manderson, en una actuación que no pasará a la historia del cine. Más ajustada parece la actuación de Michael Wilding y de John McCallum. La música de Anthony Collins logra una introducción a la película que debe ser destacada por ser un buen ejemplo de la utilización de la música en aquella época del cine.

El largometraje marca la reglas desde el principio y las mantiene durante todo el desarrollo, aporta los datos con parsimonia y crea el ambiente de tensión que conviene a la historia.
Su capacidad discursiva es sobresaliente y su habilidad para enlazar los distintos elementos que constituyen la trama posee la suavidad de lo que parece natural y la fuerza de la eficacia.

El director de una película de intriga suele considerar que ha ganado la partida cuando el vaivén de la sospecha dibuja sobre el celuloide una línea tortuosa en la que se enreda el espectador y éste acepta de buen grado el juego de las conjeturas.
Es el caso de H. Wilcox en este interesante film.