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Los rojos y los blancos (1967)

Los rojos y los blancos
90 min.
7,2
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Sinopsis
Año 1917, en la frontera rusa durante la Primera Guerra Mundial. Los Blancos zaristas se enfrentan a los Rojos bolcheviques, que son apoyados por voluntarios húngaros. En la inmensa planicie se produce la caza del hombre, la ejecución de prisioneros, los caballos en desbandada... (FILMAFFINITY)
Género
Drama Bélico Revolución Rusa
Dirección
Reparto
Año / País:
/ Hungría Hungría
Título original:
Csillagosok, katonák (The Red and the White)
Duración
90 min.
Guion
Fotografía
Compañías
Coproducción Hungría-Unión Soviética (URSS);
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7
Esculpiendo el tiempo
Tarkovski, en su teoría cinematográfica, denominaba una expresión como el mayor rasgo de interpretación: «Esculpir en el tiempo». Él mismo destacaba una característica del cine: la capacidad de fijar el tiempo. A partir de esta idea, el cineasta debe esculpir un bloque de tiempo para dejar al descubierto la imagen cinematográfica.
Miklós Jancsó ‘esculpió el tiempo’ con la ayuda de exteriores naturales (espacio infinito y libre) y el plano secuencia. Pese a sus elipsis el conjunto parece a tiempo real, cincelando y forzando el tiempo. En la reconstrucción y seguimiento del espacio por los personajes que la integran, se haya la reconstrucción del tiempo fílmico mediante todo tipo de planos e incluso tiene una ruptura en su recta final con un personaje mirando a cámara a modo de choque.

Existe una dualidad dramática. Los puntos de vista son múltiples por lo que por un lado se pierde efectividad dramática y no hay cercanía por ninguno de sus personajes. Somos meros observadores de una guerra. El conflicto, así, se reduce a lo básico: la supervivencia. Pero aparece otro resorte como balas escupidas por un rifle: el desasosiego, la incertidumbre, el caos. Ningún espectador puede saber lo que va a ocurrir a continuación, no hay reglas dramáticas, no hay colores, por mucho que nos diga sus títulos. Quedamos a la abyección de una guerra. Porque es en “Los rojos y los blancos” donde la moralidad del espectador queda reducida a la incertidumbre: unos disparos, un río…

Una enfermera indica ‘Debemos grabarnos los nombres de los muertos. Por sus familias’. Tal vez tengamos que grabarnos otro nombre en todos nuestros cuerpos para esculpir esa aberración suicida que es la guerra.
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29 de 32 usuarios han encontrado esta crítica útil
8
Cine y violencia
¿Cómo presentar la violencia y la guerra en el cine? Conocemos formas diversas de cómo no debería hacerse; son esas precisamente las más cultivadas ahora, con el único fin de complacer al público: pornografía pirotécnica que incluye supuestas «grandes películas» que aprovechan y cultivan el voyeurismo mórbido de los espectadores. La violencia fascina, misterio rastreramente aprovechado por aquella que, entre las artes, es la más predispuesta a enfangarse en todas las ciénagas: espectacularización de la violencia, practicada por directores «de prestigio», incluso venerados por los cinéfilos, con la paupérrima excusa, en ciertos casos, de pretender denunciarla; o de «reflejar la realidad», en otros; o sin ninguna, la mayor parte de las veces.

Que el cine genere violencia o la sublime puede ser discutible. Pero el problema básico está en otro plano: en qué medida y de qué forma su contemplación en la pantalla modifica la conciencia individual, antes de que esta se proyecte hacia el mundo como acción. Pues puede ser que, sin exteriorizarse en actos violentos, tenga efectos interiormente devastadores. Se puede estar psicológicamente tarado y no ser socialmente peligroso. Mi impresión es que la forma habitual de representar la violencia en el cine —hiperrealismo que aspira a impactar con la mayor intensidad posible en la conciencia del espectador— produce, a nivel social, embrutecimiento colectivo y pérdida generalizada de la sensibilidad.


«Los rojos y los blancos» forma, con «Los desesperados» y «Silencio y grito», la llamada «trilogía histórica» de Jancsó, denominación que no debe inducir a engaño, pues no se pretende ahí proporcionar información ninguna acerca de la historia de Hungría, sino desarrollar una reflexión sobre la violencia y, en particular, sobre la guerra. La historia es solo el fondo sobre el que se desarrolla lo que se ha llamado una «metafísica del caos».

Militante comunista en su juventud, Jancsó, sin dejar de ser de izquierdas, se había alejado del Partido tras los sucesos de 1956. No obstante, las autoridades soviéticas le encargaron esta película para conmemorar el cincuentenario de la revolución de octubre. Cabe imaginar su perplejidad al ver los resultados: en lugar de la glorificación patriótica y la exaltación romántica que los burócratas estatales esperaban, se encontraron con lo que parecía ser un críptico alegato antibelicista, en el que nada se entendía muy bien, y que contravenía todas las directrices estéticas del régimen.

«Los rojos y los blancos» (que trata de la incorporación de voluntarios húngaros a las filas bolcheviques en la guerra civil que siguió a la revolución), no pretende contarnos una historia al modo convencional. En realidad, ni siquiera pretende contarnos una historia. En lugar de una sucesión de hechos hilvanados, coherentes, ordenados para configurar una trama, encontramos una serie de secuencias, sin un verdadero hilo narrativo, consistentes en una larga retahíla de persecuciones, arrestos y ejecuciones. El relato no parece avanzar hacia ninguna parte. No hay un protagonista central y los personajes, carentes de identidad y de nombre, aparecen y desaparecen, tal vez para reaparecer más tarde, tal vez no. No llegaremos a conocer mínimamente a ninguno, no podremos intuir quién tendrá un papel más importante que otro, y a veces solo con dificultad sabremos de qué bando forman parte, pues una deliberada confusión sugiere que eso no importa demasiado. La sensación de caos se acrecienta, pues el poder cambia constantemente de manos y los perseguidores de hace un momento pasan a ser perseguidos y viceversa, pero los hechos que provocan tales vaivenes quedan fuera de pantalla. Y los acontecimientos que vemos, tomados en sí mismos, carecen de toda lógica, pues los motivos que rigen la acción de unos y de otros resultan incomprensibles: las ejecuciones no parecen determinadas por ningún criterio, tan pronto los húngaros prisioneros son fusilados por su origen, como dejados en libertad por eso mismo.

La violencia se presenta de forma fría y distante. Se mata como se realiza cualquier acto cotidiano y banal. Excluida toda emotividad, no hay rostros retorcidos por el dolor, ni sangre manando de las heridas en este film profundamente antiheroico acerca de la confusión, la locura y el absurdo de la guerra. Y en ese caos, los rojos no salen mucho mejor parados que los blancos, pues la ausencia de unas «reglas del juego» y la deshumanización burocrática que la guerra genera parece alcanzar a todos. Nadie se lamenta, ni llora, ni se angustia por su destino, ni siquiera ante la certeza de una muerte inminente. Se muere con la misma indiferencia con que se mata. El militar que va a ser fusilado por los suyos tiene ante el pelotón de ejecución la misma actitud que si le fueran a sacar una foto. Se diría que no son hombres, sino máquinas, máquinas de matar y de morir. El desprecio por la vida alcanza a la vida propia.

Se suele asociar el cine de Jancsó con una reflexión sobre el poder. Asociación dudosa, a mi entender, en lo que atañe a esta obra, si se piensa en el poder político-institucional, y solo aceptable si se remite al poder personal, en definitiva a la libertad de cada uno cuando se enfrenta a una situación límite como es la guerra. Pues no parece sensato atribuir al «poder político» la responsabilidad de actos tan contingentes como ir acabando uno por uno con una serie de heridos tendidos en el suelo. En cada ocasión, son seres humanos concretos y no «el poder» quien aprieta el gatillo. Seres humanos que, en definitiva, tienen la capacidad de actuar o no de ese modo, algo que Jancsó deja claro desde el principio, cuando un militar blanco, al que su superior ha ordenado disparar sobre un prisionero, lo hace descuidadamente con la obvia intención de no alcanzarlo. Sean cuales sean las circunstancias, no es obligado convertirse en asesino.
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