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Espías con disfraz

Animación. Comedia. Ciencia ficción El superespía Lance Sterling y el científico Walter Beckett son casi polos opuestos. Lance es tranquilo, afable y caballeroso. Walter no. Pero lo que le falta a Walter de habilidades sociales lo compensa con ingenio e inventiva, con los que crea increíbles artilugios que Lance usa en sus épicas misiones. Pero cuando los eventos dan un giro inesperado, Walter y Lance de repente tienen que confiar el uno en el otro de una manera ... [+]
Las alas del espía
El origen de esta película lo encontramos en un cortometraje de hará ya diez años, y de poco más de cinco minutos de duración. Su título era ‘Pigeon: Impossible’, y efectivamente, era una disparatada mezcla entre el thriller de espías aparentemente más sofisticado, y la animación más desacomplejada. La propuesta consistía, básicamente, en un duelo de altura (nunca mejor dicho) entre un agente secreto y... una paloma. Una batalla no-dialogada en la que un pajarraco de ciudad muy a punto estaba de causar (no quedaba claro si queriéndolo o no) el mismísimo apocalipsis nuclear. Y ahí quedó la ocurrencia...

Hasta que una década después, el estudio Blue Sky cae el cuenta de que dicha propuesta encaja perfectamente en su “línea editorial”. Y efectivamente. Esta primera colaboración entre los directores Troy Quane y Nick Bruno es, a simple vista, la perfecta adaptación de esa brevísima pieza... porque a efectos prácticos, entiende que aquel material de base no podía ser tomado en serio de ninguna de las maneras. Como sucedía, por ejemplo, con la cumbre creativa de dicha factoría, que no es otra que la imagen ahora heredada de dicho sello. Recordemos, a tales efectos, las aventuras de las criaturas prehistóricas de ‘Ice Age’.



Pero incidamos sobre todo en la eterna lucha que la sufridora ardilla Scrat mantenía contra todos los elementos para tratar de conquistar (en vano) la deliciosa compañía de un fruto seco de lo más escurridizo. Aquello era, por supuesto, una excusa; un pretexto para poner en marcha un circo de tres pistas (y de las que hicieran falta) cuyo único (y noble) propósito no era otro que el de celebrar esa comicidad primigenia del arte cinematográfico. Ahí quedaron esos formidables escapes slapstick, en los que las leyes de la física (y directamente de la lógica) se doblegaron a conveniencia de un entretenimiento que se justificaba en su propia naturaleza.

Pues bien, este mismo espíritu es el que mueve a ‘Espías con disfraz’, otra tontería (y a mucha honra) que como tal, no tarda casi nada en descubrir su principal (y delirante) baza. En breve: la gracia aquí está en que el mejor espía secreto del mundo cae en desgracia. Alguien le ha acusado injustamente de unas villanías que evidentemente no ha cometido, pero esto no parece importar demasiado a una implacable unidad de asuntos internos que va estrechando más y más el cerco. El pobre hombre está acorralado, de modo que toma medidas desesperadas: recurre a un joven inventor cuyas estrafalarias ideas le han convertido en un paria dentro de su sector.



Total, que después de mezclar ingredientes de forma algo inconsciente, y después de haber ingerido una disolución que ningún científico cabal hubiera avalado, el mejor espía secreto de todos los tiempos (y seguramente la única esperanza para la paz mundial) acaba convertido en... una paloma. Bendito regreso a los orígenes. Como sucedía en las entregas sucesivas de las desventuras de Scrat, la curiosidad casi-suicida para poner a prueba los límites infinitos del más-difícil-todavía, se erige en principal combustible de un absurdo meritoriamente sostenido a lo largo de todo el metraje.

Es lo que cabía pedirle a una película que nos prometía la metamorfosis más humillante para la versión virtual de Will Smith. Con este nada sencillo cumplimiento de las expectativas, Troy Quane y Nick Bruno se acercan ni más ni menos que a las cotas registradas en aquella prometedora (y a la larga, reveladora) primera película a manos de Phil Lord y Christopher Miller, la que ahora mismo seguramente sea una de las sociedades más estimulantes del panorama actual hollywoodiense. Me refiero, en cualquier caso, a ‘Lluvia de albóndigas’, otra cinta que llevaba la locura en el mismo título... y que para mayor placer, la concretaba sin miedo alguno a hacer el ridículo.



Al contrario, si la ocasión lo requería (y esto era casi siempre), la propuesta discurría alegremente por los siempre divertidos cauces del sinsentido. Y exactamente lo mismo sucede con estos “espías con disfraz”, revisión del universo Bond en la que los gadgets de Q son simpáticos tiros por la culata. La película, de hecho, más allá de proponer alguna lectura simplista acerca de cómo puede surgir un mundo mejor a partir del choque generacional, destaca por un apartado visual en el que la técnica cede siempre ante una libertad en las formas prácticamente absoluta. Los cuerpos, las voces y las siluetas de todos los objetos se deforman hasta niveles casi surrealistas, en lo que solo puede interpretarse como una jovial (y a ratos hasta trepidante) celebración de la creatividad previa a la adulteración de la adultez.

Es a través del constante empalme de imágenes imposibles que la película despierta y conecta con el chaval que aún deberíamos llevar dentro. Con ese ser que todavía no sabe nada sobre las consecuencias de sus actos, y que por consecuente, se anima siempre a experimentar con todos los elementos que le vengan a la mente. Lo mismo que trastear con un juego de química que podría explotar en tu cara. Pero esto no preocupa, aquí no hay ataduras, y por esto desaparece cualquier rastro al peor de los miedos: esto es, quedar en evidencia. A ‘Espías con disfraz’ esto le da igual, y por esto renuncia a ello... y por esto, al final se queda con lo único que debería importar en estas circunstancias: una diversión tan pura y ligera, que es capaz de igualar a los espectadores alrededor de la tierna edad en que esta más debería apreciarse.
Escrita por Víctor Esquirol (FilmAffinity)
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