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Largo viaje hacia la noche

Drama. Intriga Luo Hongwu regresa a Kaili, su ciudad natal, de la que huyó hace varios años. Comienza la búsqueda de la mujer que amaba, y a quien nunca ha podido olvidar. Ella dijo que su nombre era Wan Quiwen. (FILMAFFINITY)
Sueño de una sala de cine
En tiempos de estrenos a granel en las nuevas plataformas de exhibición, es reconfortante (incluso emocionante) chocar con un caso de mimo extremo hacia un producto que, por otra parte, pide exactamente esto. En tiempos de pantallas de cine cada vez más accesibles y pequeñas, se ha popularizado, entre las empresas distribuidoras, la práctica de facilitar códigos de visionado a los periodistas que estén interesados en escribir sobre una película. Con un breve intercambio de correos electrónicos, lo más normal es poder acceder, de forma cómoda (y legal, claro), a un film cuyas condiciones de consumo, ahora sí, dependen más del receptor que del emisor.

Como cinéfago empedernido que soy, ésta es una práctica con la que, por supuesto, estoy a muy favor. No obstante, me veo obligado a reivindicar esas excepciones que más que confirmar, dan esos -necesarios- toques de color a la tendencia general. En éstas que un día recibo un e-mail. Se trata de la convocatoria de pases de prensa en Barcelona y Madrid de ‘Largo viaje hacia la noche’, una película que me dejó totalmente prendado en el Festival de Cine de Cannes de 2018, y que desde hará más de medio año, estoy deseando revisionar. Hay aquí, pues, un primer brote de alegría... que inmediatamente después es magnificado por el final del mensaje.



Leo: "Dadas la características de la película, su belleza visual y que parte del metraje es en 3D, informamos que [...] no facilitaremos código de visionado de esta película." Y así se hizo. En un acierto que solo se podía aplaudir de pie, la distribuidora encargada de traernos lo nuevo del joven director chino Bi Gan reivindicaba la sala de cine como único lugar donde aquella experiencia cinematográfica podría tener auténtico sentido. Ahí, efectivamente, deberían darse (nótese el condicional) las condiciones -técnicas- óptimas para que se explotara todo el potencial del impresionante trabajo de sonido de Danfeng Li, o de la preciosa fotografía de David Chizallet y Hung-i Yao.

Pero hay más. Una sala de cine es esa especie de cueva que nos obliga a volcar toda la atención de la que dispongamos, hacia la pantalla que tenemos delante. Primero porque nos aísla del mundo exterior (mucho más, en cualquier caso, de lo que nos aísla el hogar), y segundo porque una vez el proyector se pone en marcha, ya no hay marcha atrás posible. Si en un momento de la proyección perdemos el hilo, no podemos rebobinar la cinta. No queda otra: todos nuestros sentidos (de esto va, en parte, la película) tienen que estar activados y funcionando a pleno rendimiento.



Hay un tercer punto: esa oscuridad; esa por-lo-general comodidad de las butacas... esos elementos que, inevitablemente, provocan somnolencia. Y ahí estuvo esa última pizca del ingrediente necesario para que aquella sesión fuera definitivamente mágica. Yo estuve ahí; yo vi en Cannes la presentación mundial de tamaña proeza artística... y en parte lo fue porque el público, rematadamente adormilado, puso de su parte. Por aquella pantalla gigantesca de la Sala Debussy iban circulando unas imágenes hipnóticas que parecían invocar al fantasma del mismísimo Andrei Tarkovsky, y la historia narrada parecía dar vueltas sobre sí misma... y el cuello de muchos espectadores, reproducía, con total precisión, aquel movimiento.

Para acercarnos un poco más al Nirvana, la película se sacó el último as de la manga. Una carta ganadora de la que ya nos habíamos olvidado. En la entrada a dicha sesión, miembros de la organización del certamen nos repartían esas malditas gafas polarizadas, enemigo mortal de los miopes como yo. De repente, parecía que algunos entrábamos al matadero... hasta que la propia película se encargó de tranquilizarnos. Nada más empezar, ésta nos pedía que no nos pusiéramos aquellas malditas gafas hasta que no lo hiciera el protagonista de la historia.



Cuando éste por fin se aplicó el cuento, lo hizo en una sala de cine en la que, gloria bendita, abundaba la gente dormida. Para llegar a este punto, habíamos visto ya sesenta minutos de metraje. Estábamos justo en el ecuador de aquella odisea a lo mejor soñada, y lo que vino a continuación nos hizo volar. A todo esto, recordemos, veníamos de ‘Kaili Blues’, ópera prima de este director súper-dotado; una película que se quedó en nuestra memoria, principalmente, por un imponente plano secuencia motorizado, que logró que pensáramos que los cortes en la sala de montaje jamás habían existido.

Pues bien, Bi Gan vio su propia apuesta y la subió. Hasta el infinito y más allá. Los siguientes sesenta minutos los vivimos del tirón (tal cual), y en glorioso (quién lo hubiera dicho) 3D. La inmersión fue total. No solo por el apabullante uso de la tecnología, sino más bien por la manera de remover los elementos fundamentales de una trama que, ya no cabía ninguna duda al respecto, solo podía entenderse mediante una lógica onírica. Bocas abiertas; ojos cerrados: aquellas personas que dormían tan plácidamente, a lo mejor llegaron a un nivel de comprensión más profundo que aquel que alcanzamos los que aguantamos despiertos. Fue apoteósico, fue un milagro... fue el sueño de una sala de cine.
Escrita por Víctor Esquirol (FilmAffinity)
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