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Dolor y gloria

Drama Narra una serie de reencuentros en la vida de Salvador Mallo, un director de cine en su ocaso. Algunos de ellos físicos, y otros recordados, como su infancia en los años 60, cuando emigró con sus padres a Paterna, un pueblo de Valencia, en busca de prosperidad, así como el primer deseo, su primer amor adulto ya en el Madrid de los 80, el dolor de la ruptura de este amor cuando todavía estaba vivo y palpitante, la escritura como única ... [+]
El cineasta duplicado
A los 69 años de edad, Pedro Almodóvar acumula más de dos decenas de largometrajes como director. Un corpus fílmico que, inevitablemente, pesa. Estas veinte piezas, a veces, parecen losas, y otras lucen como pilares sobre los que se ha levantado una estructura inmensa, construida con una sensibilidad arquitectónica tan única que nos habla, cual libro abierto, de las alegrías y desilusiones por las que ha pasado su autor. Es el arte, impregnado del propio artista.

Comedia, terror, thriller y (melo)drama, entre otros estados del alma, conviven en un patrimonio artístico precioso, que como tal merece ser preservado... pero también revisitado (y a lo mejor reinterpretado), para alcanzar así un entendimiento más profundo de uno de los dones más valiosos a los que podemos aspirar. Esto es, usar el arte primero para enfrentarnos a la vida, y después para pasar cuentas con ella. A lo mejor, para que ella haga lo mismo con nosotros.



En éstas que Salvador Mallo, un reputado y veterano director, aguanta la respiración bajo el agua de una piscina. Desea aislarse de un mundo que le agobia. Que le supera. Cada nota, olor, y frase que percibe le remiten a esas pérdidas irrecuperables. De modo que durante los pocos segundos que le permiten sus maltrechos pulmones, cierra la entrada a cualquier estímulo sensorial. Huye así de un pasado que le amarga el presente... y que le niega el futuro: resulta que el hombre es víctima de un bloqueo creativo que, efectivamente, solo puede curarse solucionando esta maldita ecuación temporal.

Ahí va la primera pista. Un plano detalle del tórax de dicho director nos descubre la cicatriz de alguien que tuvo que abrirse en canal para seguir viviendo. Corte y vuelta al primer plano de un cuerpo viejo, sí, pero intacto. Lo que podría malinterpretarse como un fallo de raccord, es en realidad una declaración sobre las verdaderas intenciones del producto. A saber, presentar el cine como camino para llegar a la verdad. La idea es tan omnipresente (y aun así, tan poco cargante) que está delante de nosotros desde los títulos de crédito iniciales, hasta el magistral cierre.



Antonio Banderas, en evidentes labores de alter ego del propio Almodóvar, decide mirar atrás para seguir adelante. Para avanzar. Al fin, entiende por qué aquella película de sus inicios, rescatada del olvido gracias a la memoria restauradora de una filmoteca, es considerada ahora (y no antes) como un clásico. La mirada y el tiempo, desde luego, moldean el producto. Del mismo modo, el artista se gana dicho estatus porque es espectador y creador a la vez.

Con esta premisa se mueve ‘Dolor y gloria’, auto-ficción basada en emociones reales. Renunciando a una dirección narrativa bien definida, bucea por un mar de memorias, conjuradas y juntadas con un propósito que va más allá del ya de por sí doloroso ejercicio de introspección. Pedro Almodóvar llega a la cita con un arte que se mantiene en un estado óptimo de maduración. A través de la fotografía, de la música, de la recitación... y del montaje que pone orden a todo esto, el cineasta manchego invoca una belleza que no se puede imitar, pero en la que todos nos podemos reconocer.



Es una fuerza que hiere y que sana; es un ángel que invade todas las capas del relato. En lo visual, en lo corpóreo, en lo abstracto... ‘Dolor y gloria’ materializa estas dos pulsiones, y se confirma como la conclusión lógica de ese edificio catedralicio. De esa carrera que, vista en perspectiva, nos habló siempre de lo mismo: del artificio (fílmico) como la manera más auténtica de plasmar la verdad.

Ésta reside en la emoción de la lágrima contenida, o de la mano del anciano apoyándose en el marco de una puerta, o de ese consejo que encapsula siglos de saber popular. El arte reproduce, magnifica... pero no falsea. Lo demuestra alguien para quien mirar, escribir y rodar forman parte del mismo ciclo vital. Es Almodóvar en la cúspide -invernal- de su carrera, convirtiendo el monólogo en diálogo con el espectador; tumbándose en su propio legado como quien se tumba en el diván. Compartiendo recuerdos, vivencias y sabiduría, para no ser presa de los fantasmas; de la depresión reclusiva. Es cine, un aparato tan perfecto, que lo que vemos moverse en la pantalla, más que ser un reflejo, tiene que ser un duplicado (igualmente perfecto) de nosotros mismos.
Escrita por Víctor Esquirol (FilmAffinity)
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