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Drama
Emad y Rana deben dejar su piso en el centro de Teherán a causa de los trabajos que se están efectuando y que amenazan el edificio. Se instalan en otro lugar, pero un incidente relacionado con el anterior inquilino cambiará dramáticamente la vida de la joven pareja. (FILMAFFINITY)
5 de marzo de 2017
37 de 41 usuarios han encontrado esta crítica útil
El teatro es una representación de la realidad. Un escenario iluminado bajo las luces de la comedia y el drama de los seres humanos. Un maquillaje tras el cual escondemos quiénes somos en verdad. Es decir, juguetes del destino, en palabras del bardo de Stratford-upon-Avon.
Emad y Rana Etesami son dos actores a punto de estrenar “Muerte de un viajante” en un teatro de Teherán. El edificio donde viven amenaza con derrumbarse debido a un trabajo de desescombro cercano. Sorprende la demoledora imagen final tras un plano secuencia vibrante, más aún viniendo de unos títulos de crédito iniciales deslumbrantes.
En fin, lo cierto es que el matrimonio se muda a un ático.
Emad y Rana Etesami son dos actores a punto de estrenar “Muerte de un viajante” en un teatro de Teherán. El edificio donde viven amenaza con derrumbarse debido a un trabajo de desescombro cercano. Sorprende la demoledora imagen final tras un plano secuencia vibrante, más aún viniendo de unos títulos de crédito iniciales deslumbrantes.
En fin, lo cierto es que el matrimonio se muda a un ático.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
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spoiler:
“¿Qué le están haciendo a esta ciudad? Ojalá lo tiraran todo abajo y lo levantaran de nuevo”, señala Emad desde la terraza de su nueva casa.
Algo de la frescura de las primeras representaciones se echa en falta en el libreto de este matrimonio. La grietas aparecidas en su dormitorio estaban ahí antes. Solo era una cuestión de tiempo. El ritual de unas líneas aprendidas de memoria. Recitadas en vez de sentidas. Tal vez ese niño que no llega. Ese tercer acto incompleto para Emad –él– y Rana –ella–, el nacimiento de un hijo. Pero aún hay amor entre ellos, y complicidad, y esperanzas. Todavía hay futuro.
El ático contiene aún las pertenecías de sus anteriores inquilinos: una mujer y su niño de corta edad. Hay dibujos infantiles garabateados en las paredes. Un pasado difícil de borrar. Un pasado que se hará presente ahí, desencadenando el drama de la película. Un desconocido intenta violar a Rana.
Si hay un elemento dinamizador en la dramaturgia del brillante director y guionista Asghar Farhadi es el pasado. Esa nada sartreana que con tanto acierto materializó en su anterior cinta (‘El pasado’, 2013), rodada en Francia.
Ahora, en ‘El viajante’, Farhadi vuelve a enfrentar a sus personajes con aquello que dejan atrás. O que intentan dejar atrás, como la humillación sufrida. Esta situación de impotencia envenena aún más la relación, tensiona y amplia las fisuras sentimentales hasta amenazar paulatinamente con el desplome. La ira de Emad tan solo acelera el proceso, un potente reactivo anclado en las vigas maestras, una falsa demolición controlada. Rana lo irá entendiendo poco a poco.
La pareja protagonista también se enfrenta con el pasado de los otros. ¿No dejó Arthur Miller ‘Muerte de un viajante’ para que nos encaráramos con sus fantasmas? Qué gran lección la del cineasta iraní. Escoge a Miller, hijo de emigrantes judíos polacos, y representa su obra en el corazón de la capital persa. Sin estridencias, firme en su convicción de que el arte une a los pueblos, como dejó claro hace cinco años cuando recogió el Oscar a la mejor película de habla no inglesa (‘Nader y Simin, una separación’, 2011).
Volvamos a su nueva y reveladora propuesta. El pasado de los otros cobra vida en la tablas mientras, en el presente, sus protagonistas lo interpretan a duras penas. Emad y Rana (impecables, sutiles, generosos en lo emocional: Shahab Hosseini y Taraneh Alidoosti) no distinguen la cortante línea de luz que separa el proscenio de la realidad, el cuadro de luces de su casa de aquel otro que permite el paso de la electricidad hasta los focos repartidos por el cielo del teatro. Solamente ahí, en el escenario, interpretando a sus personajes, ambos dicen lo que sienten de verdad, alumbran los lugares oscuros del matrimonio.
También hay un reflexión sobre la realidad y las habladurías. La manera en que estas últimas marcan nuestra vida, lo queramos o no.
“Seguro que a esa mujer alguien le hizo algo deshonesto cuando compartió un taxi”, le explica Emad a un joven estudiante, “y ahora piensa que todo el mundo es así”.
Sí, el pasado es una deuda imposible de salvar y, como la venganza, no se puede pagar con la misma moneda. Tal vez sea éste el legado de ‘El viajante’, como la libertad de quien otorga el perdón era el poso dejado por aquel otro viajante, aquella obra de un hijo de emigrantes judíos que llegaron a Estados Unidos en busca de nuevas oportunidades.
“Somos libres y sin deudas”, recita Rana Etesami en el escenario. “Somos libres”, remarca, oculta tras el maquillaje del personaje de Linda Loman, sin saber que, en realidad, nunca ha dejado de ser un juguete del destino, como Romeo, como Julieta, como Lady Macbeth, como Calibán, como Ricardo III, como Viola, como Shylock… o como Emad y Rana Etesami.
Tal vez porque la realidad no deja de ser una representación de la ficción, y las luces –un día– se apagarán en un pasado eterno. La función debe continuar. Siempre debe continuar.
Algo de la frescura de las primeras representaciones se echa en falta en el libreto de este matrimonio. La grietas aparecidas en su dormitorio estaban ahí antes. Solo era una cuestión de tiempo. El ritual de unas líneas aprendidas de memoria. Recitadas en vez de sentidas. Tal vez ese niño que no llega. Ese tercer acto incompleto para Emad –él– y Rana –ella–, el nacimiento de un hijo. Pero aún hay amor entre ellos, y complicidad, y esperanzas. Todavía hay futuro.
El ático contiene aún las pertenecías de sus anteriores inquilinos: una mujer y su niño de corta edad. Hay dibujos infantiles garabateados en las paredes. Un pasado difícil de borrar. Un pasado que se hará presente ahí, desencadenando el drama de la película. Un desconocido intenta violar a Rana.
Si hay un elemento dinamizador en la dramaturgia del brillante director y guionista Asghar Farhadi es el pasado. Esa nada sartreana que con tanto acierto materializó en su anterior cinta (‘El pasado’, 2013), rodada en Francia.
Ahora, en ‘El viajante’, Farhadi vuelve a enfrentar a sus personajes con aquello que dejan atrás. O que intentan dejar atrás, como la humillación sufrida. Esta situación de impotencia envenena aún más la relación, tensiona y amplia las fisuras sentimentales hasta amenazar paulatinamente con el desplome. La ira de Emad tan solo acelera el proceso, un potente reactivo anclado en las vigas maestras, una falsa demolición controlada. Rana lo irá entendiendo poco a poco.
La pareja protagonista también se enfrenta con el pasado de los otros. ¿No dejó Arthur Miller ‘Muerte de un viajante’ para que nos encaráramos con sus fantasmas? Qué gran lección la del cineasta iraní. Escoge a Miller, hijo de emigrantes judíos polacos, y representa su obra en el corazón de la capital persa. Sin estridencias, firme en su convicción de que el arte une a los pueblos, como dejó claro hace cinco años cuando recogió el Oscar a la mejor película de habla no inglesa (‘Nader y Simin, una separación’, 2011).
Volvamos a su nueva y reveladora propuesta. El pasado de los otros cobra vida en la tablas mientras, en el presente, sus protagonistas lo interpretan a duras penas. Emad y Rana (impecables, sutiles, generosos en lo emocional: Shahab Hosseini y Taraneh Alidoosti) no distinguen la cortante línea de luz que separa el proscenio de la realidad, el cuadro de luces de su casa de aquel otro que permite el paso de la electricidad hasta los focos repartidos por el cielo del teatro. Solamente ahí, en el escenario, interpretando a sus personajes, ambos dicen lo que sienten de verdad, alumbran los lugares oscuros del matrimonio.
También hay un reflexión sobre la realidad y las habladurías. La manera en que estas últimas marcan nuestra vida, lo queramos o no.
“Seguro que a esa mujer alguien le hizo algo deshonesto cuando compartió un taxi”, le explica Emad a un joven estudiante, “y ahora piensa que todo el mundo es así”.
Sí, el pasado es una deuda imposible de salvar y, como la venganza, no se puede pagar con la misma moneda. Tal vez sea éste el legado de ‘El viajante’, como la libertad de quien otorga el perdón era el poso dejado por aquel otro viajante, aquella obra de un hijo de emigrantes judíos que llegaron a Estados Unidos en busca de nuevas oportunidades.
“Somos libres y sin deudas”, recita Rana Etesami en el escenario. “Somos libres”, remarca, oculta tras el maquillaje del personaje de Linda Loman, sin saber que, en realidad, nunca ha dejado de ser un juguete del destino, como Romeo, como Julieta, como Lady Macbeth, como Calibán, como Ricardo III, como Viola, como Shylock… o como Emad y Rana Etesami.
Tal vez porque la realidad no deja de ser una representación de la ficción, y las luces –un día– se apagarán en un pasado eterno. La función debe continuar. Siempre debe continuar.