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Voto de Vivoleyendo:
10
7,8
3.149
Drama
Shubei Hirayama es un viudo que vive con una hija de veinticuatro años. Sintiéndose viejo y acabado, se da cuenta de lo injusto que es que la joven viva única y exclusivamente para cuidarlo y decide casarla. Aunque ella se resiste a abandonarlo, al final acabará haciéndolo. Entonces Shubei buscará en el licor del sake el refugio de la soledad, el consuelo a la angustia. (FILMAFFINITY)
7 de septiembre de 2008
77 de 87 usuarios han encontrado esta crítica útil
El cine de Yasujiro Ozu no es espectacular, ni sorprendente. Siempre sé que me va a transportar sin prisas por su universo familiar, tan común y corriente como mi ropa de diario, como las gafas para la miopía que uso todo el día y a las que estoy tan acostumbrada que ni siquiera recuerdo que las llevo puestas. Tan cómodo como mis pijamas, tan llano como el agua del grifo, y al mismo tiempo tan sutil y profundo como esas heridas del alma que no se pueden ver pero que se sienten. Tan delicado como una caricia, tan elegante como un quimono de seda, y un observador que mira y escucha en silencio, permitiendo que todo se deslice suavemente hacia esa parte de nosotros en la que anida la emotividad.
Cada vez que veo una película suya, sé perfectamente que no me va a desmarcar con giros inesperados.
Y de todos modos, no me importa. Vuelvo a caer una y otra vez en la magia de su cine.
Porque él remonta lo cotidiano hacia lo sublime. Tiene ese don de transmutar lo prosaico en hermoso.
Ozu es un analista que ejerce una comedida neutralidad. Hace pasar ante sus cámaras, sin la menor estridencia, el espíritu del Japón de posguerra. Cicatrices de una guerra devastadora. La veloz recuperación de un país hasta hace poco destrozado, pero que ya va mostrando un floreciente avance hacia una calidad de vida cada vez más en alza. Costumbres del pasado e influencias de Occidente que conviven en armonía. Tradición y apertura buscan su pacífico acomodo en la sociedad.
La realidad de las películas de Ozu es la de unas calles por donde soplan los vientos del porvenir, trayendo aires cargados de promesas. Edificios con la ropa tendida en los balcones, callejones repletos de carteles anunciando en japonés y en inglés las especialidades de los comercios, transeúntes circulando hacia sus puestos de trabajo, hacia las tiendas, hacia los bares y restaurantes, hacia un destino que casi siempre es el mismo. Luces de colores que destellan en la noche, componiendo una oda a la modernidad y a la belleza de la mediocridad. Una ciudad que despierta cada día con ilusión, oyendo una música alegre que se acompasa con el ritmo de nuestros latidos.
Y en esa ciudad, familias y amigos que nada tienen de particular. Hombres maduros que cada anochecer, al salir del trabajo, se reúnen alrededor de una mesa baja, sentados en sendos cojines y compartiendo una cena regada con sake, vino y cerveza. Hablando de lo que todos los hombres de familia probablemente hablan: de sus esposas presentes o fallecidas, de sus hijos e hijas, del problema de ser viudos y tener a alguna hija soltera que no se casa por quedarse abnegadamente cuidando a su padre, de los posibles pretendientes para ella, de los hijos e hijas ya casados, los empleos de éstos y sus perspectivas de pronta paternidad o maternidad… Conversaciones distendidas en las que el sake es uno de los protagonistas, porque el alcohol es una de las maneras socialmente reconocidas de hacer más llevaderas las penas.
Cada vez que veo una película suya, sé perfectamente que no me va a desmarcar con giros inesperados.
Y de todos modos, no me importa. Vuelvo a caer una y otra vez en la magia de su cine.
Porque él remonta lo cotidiano hacia lo sublime. Tiene ese don de transmutar lo prosaico en hermoso.
Ozu es un analista que ejerce una comedida neutralidad. Hace pasar ante sus cámaras, sin la menor estridencia, el espíritu del Japón de posguerra. Cicatrices de una guerra devastadora. La veloz recuperación de un país hasta hace poco destrozado, pero que ya va mostrando un floreciente avance hacia una calidad de vida cada vez más en alza. Costumbres del pasado e influencias de Occidente que conviven en armonía. Tradición y apertura buscan su pacífico acomodo en la sociedad.
La realidad de las películas de Ozu es la de unas calles por donde soplan los vientos del porvenir, trayendo aires cargados de promesas. Edificios con la ropa tendida en los balcones, callejones repletos de carteles anunciando en japonés y en inglés las especialidades de los comercios, transeúntes circulando hacia sus puestos de trabajo, hacia las tiendas, hacia los bares y restaurantes, hacia un destino que casi siempre es el mismo. Luces de colores que destellan en la noche, componiendo una oda a la modernidad y a la belleza de la mediocridad. Una ciudad que despierta cada día con ilusión, oyendo una música alegre que se acompasa con el ritmo de nuestros latidos.
Y en esa ciudad, familias y amigos que nada tienen de particular. Hombres maduros que cada anochecer, al salir del trabajo, se reúnen alrededor de una mesa baja, sentados en sendos cojines y compartiendo una cena regada con sake, vino y cerveza. Hablando de lo que todos los hombres de familia probablemente hablan: de sus esposas presentes o fallecidas, de sus hijos e hijas, del problema de ser viudos y tener a alguna hija soltera que no se casa por quedarse abnegadamente cuidando a su padre, de los posibles pretendientes para ella, de los hijos e hijas ya casados, los empleos de éstos y sus perspectivas de pronta paternidad o maternidad… Conversaciones distendidas en las que el sake es uno de los protagonistas, porque el alcohol es una de las maneras socialmente reconocidas de hacer más llevaderas las penas.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
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spoiler:
Hombres que cada noche vuelven a un hogar donde les espera una esposa y/o unos hijos que seguro que les van a reprender por haber bebido algo más de la cuenta.
Pero los jóvenes son indulgentes porque intuyen, aunque no lo digan en voz alta, que envejecer es doloroso cuando ves crecer y volar de tu lado a tu prole, y cuando sabes que te vas a quedar finalmente solo, porque la soledad suele ser al final la gran compañera de los ancianos. Incluso aunque lleguen a la conclusión de sus días rodeados de su familia.
En el camino a la muerte siempre estamos solos.
La melancolía de las imágenes de Ozu a veces abruma sin palabras.
Abruma con la mirada perdida de un hombre mayor derrotado, sentado en solitario en la oscuridad, ebrio de sake y de whisky, y sabiendo que lo mejor de su vida se ha ido para no regresar.
Pero los jóvenes son indulgentes porque intuyen, aunque no lo digan en voz alta, que envejecer es doloroso cuando ves crecer y volar de tu lado a tu prole, y cuando sabes que te vas a quedar finalmente solo, porque la soledad suele ser al final la gran compañera de los ancianos. Incluso aunque lleguen a la conclusión de sus días rodeados de su familia.
En el camino a la muerte siempre estamos solos.
La melancolía de las imágenes de Ozu a veces abruma sin palabras.
Abruma con la mirada perdida de un hombre mayor derrotado, sentado en solitario en la oscuridad, ebrio de sake y de whisky, y sabiendo que lo mejor de su vida se ha ido para no regresar.