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Voto de Strhoeimniano:
10
Musical. Romance. Comedia Versión cinematográfica del mito de Pigmalión, inspirada en la obra teatral homónima del escritor irlandés G.B. Shaw (1856-1950). En una lluviosa noche de 1912, el excéntrico y snob lingüista Henry Higgins conoce a Eliza Doolittle, una harapienta y ordinaria vendedora de violetas. El vulgar lenguaje de la florista despierta tanto su interés que hace una arriesgada apuesta con su amigo el coronel Pickering: se compromete a enseñarle a ... [+]
3 de junio de 2014
6 de 7 usuarios han encontrado esta crítica útil
“My fair lady” no es una película, es un regalo. Un maravilloso presente surgido de la unión de dos genios a los que les unía un gusto exquisito: George Cukor & Cecil Beaton. Es la sabiduría de estos dos gigantes la que hace de este musical una obra imperecedera, presidida por una elegancia que solo Hollywood sabía hornear y que aquí está con todos los elementos perfectamente engrasados dando lo mejor de sí, en el que posiblemente es el último musical clásico que se ha realizado. De hecho, cuándo se realizó el género musical estaba en franca decadencia y podemos ver esta película como la última (y genial) muestra de resistencia antes de que este género mudara totalmente para adaptarse a los cambiantes gustos de un público que comenzaba a vivir la liberadora década de los 60.
Desde siempre hubo un rico trasvase entre Broadway & Hollywood. Los éxitos de la primera, más pronto que tarde, eran adaptados a la gran pantalla empaquetándolas en productos de una factura impecable que obviaba todas las limitaciones propias del teatro. “Pygmalion” había estado en la mente de varios compositores que nutrían Broadway; pero no fue hasta que llegó Alan Jay Lerner, autor de otros musicales como: “Un americano en París,” “Brigadoom,” “Camelot,” “La leyenda de la ciudad sin nombre,” que este propósito se consiguió definitivamente con un éxito notable; y ya se sabe, cuando el éxito llama a la puerta el agudo olfato de Hollywood no tarda en aparecer. En este caso fue el patrón, Jack L. Warner, el que tomó la decisión pagando 5 mll de $ por los derechos, todo un récord para la época; pero también tomó otra por la que le estaremos eternamente agradecidos: contratar a Audrey Hepburn para el papel principal en detrimento de Julie Andrews que lo intepretaba junto con Rex Harrison en Broadway.
Como decía, “My fair lady” es la mejor muestra de dos genios. Todo su buen hacer impregna la película. Empecemos por C. Beaton, que es el responsable de todo el empaque visual de la película pues diseñó no solo el vestuario sino también los fabulosos decorados. Ya en la secuencia inicial vemos la primera muestra de su genio: la salida de Covent Garden. Un decorado maravilloso, sombrío, pero no tétrico, es el telón de fondo sobre el que desfila la portentosa imaginación que tenía para el diseño de vestuario: una rica gama de vestidos, cada cual más asombroso, que retrata perfectamente esos dos mundos que colisionarán en la película. Otra secuencia maravillosa es la que retrata la visita al hipódromo de Ascot, con una gama de colores mínima (blanco & negro) y reinando sobre esa maravillosa muestra una Hepburn que nunca estuvo más elegante (y eso que ella SIEMPRE estuvo en ese estado). Toda su exhuberancia, su exquisitez, se encuentra en esta película más destilada que nunca, pues tenía a la mejor maniquí sobre el que posar sus creaciones. Ese refinamiento tan presente en la película tenía al mejor apóstol en las manos de George Cukor. Esta es la última gran muestra de su genio, que se acomodaba mejor al viejo sistema de los estudios que al que empezaba a imperar en esa década. La dirección del reparto es, como en todas sus películas, exquisita; pero es en la parte técnica donde descubrimos ese genio que tenían los directores clásicos para situarte en primera fila. Cukor resuelve la mayoría de las secuencias utilizando planos largos, generales, sobre los que casi no monta y que te acercan a lo que podías haber contemplado en el teatro, mostrándote la grandeza que tiene el cine dotándolo de una vida que fluye con armonía, en planos bastante complicados (hay secuencias con abundante figuración).
El reparto, como toda obra maestra, espectacular. R. Harrison ya interpretaba a H. Higgins en el teatro. El retrato que hace del misógino y solterón empedernido es una recreación espectacular, incluso el modo de recitar las canciones (no canta, sino que cambia el tono para declamar) seguro que le sirvió para ganar el Óscar de ese año a la mejor interpretación. No corrió la misma suerte A. Hepburn, que ni siquiera fue designada (una de las mayores injusticias de los Óscar, al final sería J. Andrews la que se lo llevaría por “Mary Poppins”), puesto que ella sí fue doblada (Marnie Nixón fue la encargada de doblarla, aunque la voz de la Hepburn se puede escuchar en algunas partes y ella había grabado todas las canciones pensando en que sí sería su voz la que finalmente se utilizaría); aún así, la actuación suya es de órdago (recomiendo verla en VO, para ver el modo de hablar de las dos Eliza Doolitle que interpreta) y todo el encanto de esta gran actriz está aquí expresado desde una altura asombrosa, sin perder esa inocencia que siempre la escoltaba. A lado de estos, toda una galería de secundarios, empezando por Stanley Holloway que interpreta al padre de Eliza (maravillosa la secuencia de “con un poco de suerte” en la que es perfectamente retratado este personaje bribón, pero encantador), Wilfrid Hyde-White, como el coronel Hug, o Mona Washbourne como la Sra. Pearce.
En resumen, “My fair lady” es la sofisticación hecha cine, o quizá una de las obra de arte más sofisticadas que ha dado el cine en toda su historia. Así que siéntate: Eliza Doolitle malvive vendiendo flores, el azar (ese que cose la vida) lo lleva a cruzarse con el arrogante, irascible y misógino, Profesor Henry Higgins… Lo demás ya es historia (e Historia del cine).
Strhoeimniano
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