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Voto de el pastor de la polvorosa:
10
Western Terminada la Guerra de Secesión (1861-1865) y después de haber sobrevivido a una matanza de los indios, el ganadero Tom Dunson (John Wayne) y su hijo adoptivo Matthew Garth (Montgomery Clift) proyectan trasladar diez mil cabezas de ganado desde Texas hasta Missouri. Nadie hasta entonces había intentado una operación de tal envergadura. (FILMAFFINITY)
3 de septiembre de 2012
11 de 11 usuarios han encontrado esta crítica útil
Resulta especialmente difícil hablar de una película como Río Rojo. El estilo transparente de Howard Hawks se resiste al análisis y al comentario: incluso críticos como Robin Wood (creo que era él) han narrado cómo se empieza tratando de diseccionar las imágenes, y cómo, en un momento dado, sin darse cuenta, dejamos de mirar la película con ojos de analistas y, arrastrados por la historia, volvemos a verla como niños que desconocieran su final, su secreto.
Poco puede uno hacer entonces, aparte de plantear el misterio de cómo una narración en la que nada parece dejado al azar, plena de simetrías y de convenciones propias de un género y de un estilo de cine (en el que, si un personaje secundario recuerda un detalle de su mujer ausente es porque morirá en la siguiente secuencia; si un personaje empieza a robar azúcar, acabará, escenas después, provocando una estampida; o en el que tiene cabida un personaje como el de Walter Brennan, un cruce entre los fools que provienen del teatro isabelino y una especie de Pepito Grillo que da voz a los remordimientos y las incertidumbres de John Wayne primero, luego de Montgomery Clift), incluso de otras convenciones propias creadas contra las normas de la época (como el tratamiento de la atracción homosexual entre los personajes de Clift y John Ireland, que hoy nos hace sonreír por su falta de sutileza), ofrece tal sensación de verdad: desde el interior de la carreta que conduce Walter Brennan, nos encontramos, de pronto, cruzando el río Rojo. En este misterio radica el carácter clásico de la película: en su mirada inocente capaz de integrar los pequeños detalles que muestran, sutilmente, una mirada personal, con los tópicos genéricos (como en la poesía épica de tradición popular), en un todo a la vez íntimo e impersonal.
Algo parecido puede decirse de las imágenes, en la medida en que uno es capaz de analizarlas: si un brasero aparece en primer plano para, se diría, cerrar armónicamente la composición, y a la vez alejarnos, con un cierto pudor, de la ceremonia de un entierro, al cabo de unos segundos, John Wayne se acercará y recogerá el hierro para marcar que estaba apoyado en el brasero. Todo es fluido y funcional, todo parece a la vez fácil y lógico. La naturaleza se muestra sólida y sin idealizar, incluso en los cielos llenos de nubes oscurecidas por el filtro rojo, los cactus, juncos y espinos que surgen en los bordes de un encuadre, la hierba alta que cruza el ganado como en una película de Dovjenko.
Como todas las historias para niños, esta nos habla de terribles verdades: el enfrentamiento entre un padre y su hijo, el peso de las decisiones incorrectas, la locura como un camino sin retorno para aquel que no se permite el descanso ni la rectificación; el desequilibrio de un mundo en el que la violencia es el único medio de expresión, y en el que no hay espacio para las mujeres, porque los hombres, orgullosos e infantiles, se niegan a reconocer que la noche dura lo mismo que el día, y que resulta mucho más angustiosa cuando uno está a solas con los fantasmas de su mente.
Al final, la tragedia de la soledad del poder se desliza hacia la comedia de enredo. En el círculo de unas caravanas acosadas por los indios aparece una mujer, que cierra otro círculo de la historia: surge un flechazo (irónicamente literal), y a partir de ahí las cosas se vuelven más complicadas pero mucho más ligeras.
el pastor de la polvorosa
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