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Voto de Archilupo:
7
7,6
35.852
Drama
Soñando con el éxito como cowboy de exhibición, el joven e ingenuo tejano Joe Buck se traslada a Nueva York, donde comienza a trabajar como gigoló seduciendo a mujeres maduras de Manhattan. Joe pronto descubre que ese mundo no es como él se imaginaba, pero antes conoce a Rico "Ratso" Rizzo, un timador que lo quiere estafar. (FILMAFFINITY)
15 de octubre de 2010
57 de 77 usuarios han encontrado esta crítica útil
Un lavaplatos tejano (Jon Voight gana aquí el estrellato) emigra a la Gran Manzana convencido de que con su empuje arrollador hará fortuna. En el peor de los casos, su atractivo irresistible hará que las mujeres se lo rifen y podrá vivir mimado en la opulencia, como un triunfante gigoló.
Impulsado por el entusiasmo, no ha previsto las distancias existentes entre el mundo rural de un sureño estado de vaqueros y la sofisticada maraña de una ciudad gigantesca como Nueva York; el abismo de códigos que no se salta con sólo subirse a un ‘greyhound’.
Pero las mujeres no hacen cola ante él, y además tampoco acaba de captar del todo las sofisticadas reglas de la jungla urbana, en la que va cayendo desde sus ingenuas expectativas, se diría que no lo bastante para encontrar su sitio. La descripción de ese descenso vuelve opresiva la película, que se densifica en atmósferas sombrías, irrespirables para la condición elemental del tosco vaquero.
No hay exageración sino bajos fondos y realidad lumpen, a la que pertenece Ratso, el personaje de Dustin Hoffman, un estafador de poca monta, un ratero tuberculoso. En la relación entre ambos seres maltrechos afloran restos de humanidad profunda, en forma de compromiso, sacrificio y Tierra Prometida, y elevan la cinta sobre la mera crónica negra o el documento social.
Llegado de Inglaterra, en su primera película norteamericana Schlesinger contribuye al cambio de rumbo que liquida el optimismo de los sesenta. Se acaban las películas divertidas y euforizantes. La crudeza del film le ganó la inicial calificación X, más por lo descarnado de la radiografía (prostitución, homosexualidad, corrupción) que por la explicitud sexual, bastante relativa, pero su calidad le ganó premios (tres Oscar), el levantamiento de la restricción y el reconocimiento de un público que aceptó reflexionar con madurez.
Para la historia de la música dejó la canción de Nilsson, “Everybody’s Talking”.
De todos los asuntos que “Midnight Cowboy” da a meditar, a mí me resaltó el de la inadaptación, la incapacidad del inmigrante para distanciarse de sus parámetros originales y acercarse a los del mundo al que llega, para conocerlos e integrarse. Y sé que resaltó porque, como nos pasa a tantos, al salir del cine la película me había evocado con viveza una historia personal.
Paso a contarla en el spoiler, aunque no revela partes del argumento sino que lo ilustra un poco.
Impulsado por el entusiasmo, no ha previsto las distancias existentes entre el mundo rural de un sureño estado de vaqueros y la sofisticada maraña de una ciudad gigantesca como Nueva York; el abismo de códigos que no se salta con sólo subirse a un ‘greyhound’.
Pero las mujeres no hacen cola ante él, y además tampoco acaba de captar del todo las sofisticadas reglas de la jungla urbana, en la que va cayendo desde sus ingenuas expectativas, se diría que no lo bastante para encontrar su sitio. La descripción de ese descenso vuelve opresiva la película, que se densifica en atmósferas sombrías, irrespirables para la condición elemental del tosco vaquero.
No hay exageración sino bajos fondos y realidad lumpen, a la que pertenece Ratso, el personaje de Dustin Hoffman, un estafador de poca monta, un ratero tuberculoso. En la relación entre ambos seres maltrechos afloran restos de humanidad profunda, en forma de compromiso, sacrificio y Tierra Prometida, y elevan la cinta sobre la mera crónica negra o el documento social.
Llegado de Inglaterra, en su primera película norteamericana Schlesinger contribuye al cambio de rumbo que liquida el optimismo de los sesenta. Se acaban las películas divertidas y euforizantes. La crudeza del film le ganó la inicial calificación X, más por lo descarnado de la radiografía (prostitución, homosexualidad, corrupción) que por la explicitud sexual, bastante relativa, pero su calidad le ganó premios (tres Oscar), el levantamiento de la restricción y el reconocimiento de un público que aceptó reflexionar con madurez.
Para la historia de la música dejó la canción de Nilsson, “Everybody’s Talking”.
De todos los asuntos que “Midnight Cowboy” da a meditar, a mí me resaltó el de la inadaptación, la incapacidad del inmigrante para distanciarse de sus parámetros originales y acercarse a los del mundo al que llega, para conocerlos e integrarse. Y sé que resaltó porque, como nos pasa a tantos, al salir del cine la película me había evocado con viveza una historia personal.
Paso a contarla en el spoiler, aunque no revela partes del argumento sino que lo ilustra un poco.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
Ver todo
spoiler:
En la localidad donde vivo, un marroquí abrió un bar.
Pasaba el tiempo y, fuera de un puñado de compatriotas, no acudía apenas gente. El propietario se quejaba amargamente, lamentando lo que él veía como xenofobia y prejuicios antiárabes.
Un día me di una vuelta por el local, a curiosear. Nada más entrar, me llamó la atención una imagen de gran tamaño tras la barra, frente a la puerta: un retrato de Abd el-Krim.
Uno de mis abuelos apenas había salido de su pueblo castellano cuando fue movilizado en 1921. Era un campesino que se había alfabetizado por su cuenta y que conoció el mar al atravesar el Estrecho a bordo de un buque de guerra, un día de fuerte marejada cargado de presagios.
Aguantó con hombría el terror de aquellos desastrosos días de combate en el Rif y sobrevivió, pero taciturno. Murió anciano sin haberse referido más de una o dos veces a su experiencia norteafricana.
Abd el-Krim fue el caudillo de las tropas que se enfrentaron a su vecino del norte en la última guerra internacional en que España ha estado directamente involucrada. La leyenda, que tal vez no sea del todo exacta pero que es lo que prevalece en la mentalidad colectiva, ha perpetuado a Abd el-Krim como uno de los mayores enemigos nacionales, el jefe que ordenó acciones que, además de causar en Annual la muerte de más de diez mil soldados españoles, tuvieron rasgos de crueldad: mutilaciones, destripamientos, torturas, cabezas pinchadas en palos.
No traigo esto para analizar el episodio histórico sino para detenerme un instante en el cúmulo de emociones espantosas que debió de sentir mi abuelo en el Rif, que es lo que me planteaba en el bar, tomando una cerveza frente al retrato de Abd el-Krim.
Le pregunté al dueño que cómo era que tenía ahí aquella imagen.
Me parece un tío de puta madre, me dijo.
El dueño me dio la impresión de ser buen chaval, quizá algo ingenuo en su sincera vehemencia. Estuve incluso a punto de comprenderle pero encontré absurdo intentar explicarle la relación entre la exhibición del retrato y la escasa parroquia del establecimiento.
No volví porque, con respeto a sus partidarios, a mí Abd el-Krim no me parece un tío de puta madre. Y no me apetece tomar unas cañas ante su efigie. Seguramente por respeto a mi abuelo, que en paz descanse.
Y porque esta historia protagonizada por la inadaptación se me vino a la memoria al salir del cine, supe que con ese concepto se me quedaría grabada “Midnight Cowboy”.
Pasaba el tiempo y, fuera de un puñado de compatriotas, no acudía apenas gente. El propietario se quejaba amargamente, lamentando lo que él veía como xenofobia y prejuicios antiárabes.
Un día me di una vuelta por el local, a curiosear. Nada más entrar, me llamó la atención una imagen de gran tamaño tras la barra, frente a la puerta: un retrato de Abd el-Krim.
Uno de mis abuelos apenas había salido de su pueblo castellano cuando fue movilizado en 1921. Era un campesino que se había alfabetizado por su cuenta y que conoció el mar al atravesar el Estrecho a bordo de un buque de guerra, un día de fuerte marejada cargado de presagios.
Aguantó con hombría el terror de aquellos desastrosos días de combate en el Rif y sobrevivió, pero taciturno. Murió anciano sin haberse referido más de una o dos veces a su experiencia norteafricana.
Abd el-Krim fue el caudillo de las tropas que se enfrentaron a su vecino del norte en la última guerra internacional en que España ha estado directamente involucrada. La leyenda, que tal vez no sea del todo exacta pero que es lo que prevalece en la mentalidad colectiva, ha perpetuado a Abd el-Krim como uno de los mayores enemigos nacionales, el jefe que ordenó acciones que, además de causar en Annual la muerte de más de diez mil soldados españoles, tuvieron rasgos de crueldad: mutilaciones, destripamientos, torturas, cabezas pinchadas en palos.
No traigo esto para analizar el episodio histórico sino para detenerme un instante en el cúmulo de emociones espantosas que debió de sentir mi abuelo en el Rif, que es lo que me planteaba en el bar, tomando una cerveza frente al retrato de Abd el-Krim.
Le pregunté al dueño que cómo era que tenía ahí aquella imagen.
Me parece un tío de puta madre, me dijo.
El dueño me dio la impresión de ser buen chaval, quizá algo ingenuo en su sincera vehemencia. Estuve incluso a punto de comprenderle pero encontré absurdo intentar explicarle la relación entre la exhibición del retrato y la escasa parroquia del establecimiento.
No volví porque, con respeto a sus partidarios, a mí Abd el-Krim no me parece un tío de puta madre. Y no me apetece tomar unas cañas ante su efigie. Seguramente por respeto a mi abuelo, que en paz descanse.
Y porque esta historia protagonizada por la inadaptación se me vino a la memoria al salir del cine, supe que con ese concepto se me quedaría grabada “Midnight Cowboy”.