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España España · Madrid
Voto de Charles:
8
Intriga. Thriller. Drama En su apartamento de urbanización prototipo de Los Angeles, Sam (Andrew Garfield) anda por la vida muerto de aburrimiento. Ningún aliciente hasta ese día en que descubre a una nueva vecina sexy, deslumbrante, inquietante, misteriosa y, de repente, desaparecida. Y aún hay mayores rarezas esperando a Sam, porque por el barrio anda suelto un asesino de perros...
16 de noviembre de 2018
184 de 221 usuarios han encontrado esta crítica útil
¿Alguna vez lo has pensado, verdad?
Tuviste la sensación de que esa película, ese libro, esa canción, querían hablarte expresamente a ti, cual mensaje lanzado en botella, en un idioma que olvidaste al empezar a pagar el alquiler y preocuparte por ser aquello que llaman un adulto responsable. Era algo incierto, instintivo, que no alcanzabas a comprender pero te hacía sentir “conectado” a algo más grande.
Con el paso del tiempo, de los amigos, de las relaciones, de los trabajos, de las oportunidades, de las mañanas, de las quedadas programadas, te olvidaste. Pero seguiste conservando esos tesoros en tu cueva, por si alguna vez te volvías loco y te daba por partir en busca de respuestas.

‘Lo que Esconde Silver Lake’ es una exploración de esa sensación tan familiar, proveniente de la angustia “millennial” al haber nacido cuando todo está inventado, junto a la indolencia vital sobre un panorama sobrecargado de estímulos autodestructivos.
Sam navega esa sensación constantemente, siendo uno de tantos en la vasta ciudad de Los Ángeles, pero ya desde el inicio se advierte cuál es su problema para llevar una vida normal: está maldito con el don de fijarse en esas cosas que para otros pasarían desapercibidas. Para toda la fila esperando su latte macchiato matutino, el estridente graffiti del cristal es una minucia, si acaso una oportunidad para ver cómo se bambolea el escote de la encargada, pero para Sam es otra pista más.
Un indicio de que algo está pasando en la ciudad, de que alguien se mueve por la noche cuando nadie mira, de que el misterio se ahonda y susurra ser revelado. El misterio grandioso, ese que nos hará descubrir los “por qué”, los “para qué” y si formamos parte de algo.

En su casa, vemos que se ha estado preparando para ese momento: pósters cuidadosamente enmarcados de grandiosos clásicos ocupan las paredes, revistas y fotografías se amontonan en las esquinas, ídolos de juventud e industria miran desde las paredes.
David Robert Mitchell cuenta acerca de una generación adormecida (o varias), cómoda en su propia costra metareferencial, hablando de tal o cual ídolo con la idea de que eso le conformará una identidad, que se sienta a hablar de sus sueños espoleada por toneladas de “obras maestras”, pero deja para mañana el ponerse a conseguirlos: para qué, si puedo mencionar de mil formas distintas cada día lo mucho que me gustaría ser Kurt Cobain.

Entonces llega el “para qué” de Sam, o la musa prohibida, esa que desde siempre ha inspirado o movido a la acción: Sarah, su nueva vecina, viene rompiendo el encantador edén de la vecina hippie con su música pop chicle, convirtiendo la piscina en un espacio incierto y seductor, como si nunca ninguna mujer en la historia hubiese llevado un bikini blanco y pamela a juego.
De repente Sam encuentra una nueva obsesión lejos de las sustentadas en televisiones o reproductores de música, tal vez porque se antoja una estrella de cine trasplantada a la realidad (el parecido a Marilyn Monroe no es casualidad), y se esfuerza por provocar un encuentro “accidental” con galletas de perro, finalmente llegando hasta el lado más privado de sus gustos y su intimidad… para, de la noche a la mañana, perder toda pista de que alguna vez esa chica desafiaba la plomiza rutina con el blanco de su bikini asomando entre las rendijas de su persiana.

Lo que sucede a partir de entonces, la investigación del misterio en un Los Ángeles al borde del surrealismo, es pistas que llevan a casualidades que llevan a fortuitos descubrimientos que llevan a submundos donde la belleza es una meta, el arte la puta a su servicio y el placer solo es válido si a la mañana siguiente estamos a esto de no amanecer para contarlo e instagramearlo.
Mitchell usa y abusa, superpone piezas de un puzzle que a lo mejor no termina de encajar, pero muestra fielmente cómo hemos ido parasitando poco a poco cualquier rastro de brillantez pasada, y la servimos en preciosísimos platos de exposición donde el más tonto es el que todavía no te ha invitado a su exposición/recital/concierto/meeting para el café.
Lo fascinante ya no es el misterio, y pasa a ser cuán más profunda puede llegar la madriguera del conejo.

Sam se patea la infinita extensión de Los Ángeles, letras de glamouroso Hollywood siempre al fondo como mala película de los años 20 (con finísima banda sonora a juego), y nunca parece estar más cerca de Sarah, sino dándose cuenta de que en esta ciudad, en este mundo, no hay nada tan bueno como para ser encontrado de casualidad.
Todo es una regurgitación forzosa de una fotocopia cuqui (porque la dulce Janet Gaynor pese a las reposiciones sigue muerta) o la triste realización de que guardas revistas de Nintendo Power del año cachipúm porque eres un nostálgico encantador/patético según el momento, y los videojuegos de Super Mario te dijeron que algún día tendrías que ir a buscar tu princesa a otro castillo.
Las canciones de rebeldía estaban escritas y comercializadas antes de ser tus himnos, y por eso las viejas películas en blanco y negro tienen una pureza inigualable, rodadas en tiempos donde todo lo que merece la pena todavía era felizmente accidental. Tal cual como las galletas saladas con zumo que consume Sarah, mencionando “es uno de esos sabores inusuales aún por descubrir”…

El trauma de Sam, de haberlo, es descubrir que la belleza ya no existe, aunque la persiga y busque.
Actualmente no hay manera de conocerla de verdad, ni manera de conservarla por mucho que te digan, ni manera de atesorarla por mucho que insistas en guardar hasta la última mierda que te toca en los cereales.
Quizá por eso los misterios han dejado de tener la gracia que tenían antes, y los dejamos estar para no acabar llegando a la más absoluta nada que adornan.
Pero qué bello sigue siendo descubrir a tu manera, de vez en cuando, un sabor inusual que no habías visto u oído ya. Eso, cuesta darse cuenta, sigue siendo lo que te reconcilia con el mundo cuando este te ha decepcionado.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Charles
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