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Críticas de Nacho Ambigú García
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Críticas 34
Críticas ordenadas por utilidad
4
31 de octubre de 2017
134 de 178 usuarios han encontrado esta crítica útil
Es arriesgado hablar mal de una película que ha puesto de rodillas a la crítica y a los jurados festivaleros, que ha convencido a la academia de cine para presentarla a los Oscar, y que encima está inspirada en unos hechos reales que la directora ha vivido en su carne. Comprendo plenamente las razones y los sentimientos que pueden haber llevado a Carla Simón a rodarla, pero entiendo de la misma manera que el espectador no tiene ninguna obligación de conocer el entorno o las circunstancias de la obra más allá de la mera ficción que se le presenta (a cambio del precio de una entrada, no lo olvidemos tampoco), venga de donde venga la materia prima.

La primera media hora de “Verano 1993” está muy cerca de provocarme irritación. Todo me huele a ejercicio de postureo naturalista, a la típica película endogámica que parece hecha para un festival de hooligans de la nouvelle vague o para un seminario de teoría cinematográfica dirigido a alumnos de la ESCAC.

Se supone que eso que estoy viendo debería recordarme a Eric Rohmer, pero me remite más bien a esos suplicios de videoaficionado que todos hemos sufrido alguna vez por cortesía vecinal o familiar. Miro el reloj y compruebo que la tarde avanza sin que conecte con la historia. Algo que tendría que ser emotivo se me hace insulso, y a ratos hasta repelente, afectado pese a —o tal vez debido a ello— su pretensión de ausencia de efectismo.

Entonces llega la primera escena que de verdad me remueve. La reacción de un personaje secundario ante un simple contratiempo de patio de colegio provoca el primer asomo de conflicto dramático. Además, nos confirma por qué la historia está ambientada hace veintitantos veranos y no, por ejemplo, en el que acabamos de dejar atrás.

A partir de aquí el interés aumenta, aunque no lo suficiente. Se nota que Simón sabe sacarle provecho al plano en su totalidad, que domina el arte del iceberg que Hemingway defendía como la mejor manera de narrar (lo que no se ve es tanto o más que lo que se muestra), y aun así me quedo con la impresión de que habría salido un excelente cortometraje o aun un falso documental, porque igualmente detecto que hay la misma cantidad de sustancia que de relleno.

Si leéis las demás críticas que circulan por ahí pensaréis que estoy loco, ciego o que no tengo corazón. Casi todas hablan de una mirada minuciosa y llena de sensibilidad, de un trabajo de hondura emocional mediante la observación milimétrica, de una película grandiosa, bella, madura, deslumbrante, magistral, y no es que mientan: es que se refieren sobre todo a la intención y el trasfondo. A veces eso basta para ser condescendiente con el resultado.

Repito: no dudo de que detrás de “Verano 1993” hay dosis ingentes de sinceridad, honestidad, integridad, talento y sensibilidad, y tal certeza no es incompatible con mi opinión de que a menudo se sobrevalora la espontaneidad para justificar otras carencias, como si pedir una trama sólida y unos diálogos bien escritos —en vez de improvisados por los actores— fuese una vulgaridad (o un crimen).

Puede que para algunos filmar una película usando criterios opuestos a los que se utilizan en los denominados blockbusters es suficiente para considerarla merecedora de premios y alabanzas exaltadas. No tengo nada en contra, pero cuidado con confundir la sencillez de estilo con la humildad artística.
Baste señalar un detalle: en el desfile de créditos finales no aparece la referencia al guion, supongo que para reforzar esa idea de naturalidad que a muchos les provoca gozo pero que, en mi caso —respetad mis rarezas—, me aleja de lo que entiendo por una experiencia cinematográfica memorable.
Más información en: http://ambigugarcia.blogspot.com.es/
Nacho Ambigú García
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7
29 de noviembre de 2017
48 de 56 usuarios han encontrado esta crítica útil
La actualidad informativa provoca a veces interferencias como zancadillas de elefante en cualquier ámbito de la vida, desde la conversación de cada día durante el café mañanero hasta el argumento de la ficción que utilizamos para evadirnos precisamente de dicha realidad.

Espero que esos sucesos execrables y comprensiblemente acaparadores de portadas y titulares (manadas de cafres miserables, matarifes de cuarto de estar, parricidas de aliento etílico y corazón podrido…) no lleguen a enturbiar la interpretación o las ganas de ver una película como "La batalla de los sexos", que es, al fin y al cabo, una comedia.

Los famosos directores de la divertida y aspirante a clásico "Pequeña Miss Sunshine" (2006) reproducen esta vez el desafío que el tenista retirado Bobby Riggs le lanzó a la por entonces candidata a número uno Billie Jean King, materializado en un partido celebrado en 1973 y que pasaría a la historia por su simbolismo social más que por su naturaleza deportiva. ¿Podía una tenista vencer a un tenista, aunque fuera ya un jubilado como Riggs?

El planteamiento de la apuesta es ya en sí mismo discutible y en buena medida ofensivo, pero después de ver al tal Riggs escupir joyas dialécticas como “A mí me encantan las mujeres… en la cocina y en la cama”, no hace falta mucho esfuerzo para convertirse en hooligan del bando contrario y contar los días, las horas y los minutos para que empiece el partido.

Es verdad que la película ilustra el asunto con más elegancia que vitriolo, pero eso tampoco es sinónimo de frivolidad, y menos aún de insensibilidad. Como comedia no termina de estallar, y tampoco quiere cargar demasiado el saco del drama, pero la historia, aparte de verídica (que con eso ya gana predisposición) es tan pintoresca y aplicable a la actualidad que no solo se deja ver, sino que casi te obliga a que la veas y la digieras.

Una digestión que, por ejemplo, nos debería recordar que mantener una rivalidad fortalece al que discrimina más que al que pelea por sus derechos. El propio concepto de batalla de sexos viene de algún modo a dar la razón al que sostiene que ambos géneros son opuestos y están por tanto abocados al enfrentamiento. La clave de todo está quizá en una frase que dice Billie Jean King tras una pregunta de la prensa: “No queremos ser mejores, solo pedimos respeto”.

Me temo que se nos ha olvidado que esa es o debería ser la base del feminismo. Que no es el lado opuesto del machismo, sino su vacuna. El feminismo no es reclamar que las mujeres son superiores a los hombres (eso sería replicarlo, no combatirlo), sino exigir la igualdad de oportunidades, de derechos, de sueldos, de trato personal, de consideración general.
Tampoco está mal recordar que el machismo no solo lo ejercen y fomentan los hombres, y que quizá el hueso más duro de roer en esta merienda de fieras es el de las mujeres que prolongan los tics y comportamientos que por otro lado se quieren eliminar (hay un personaje que lo representa en la película, y creo que es también un acierto).

Rebelarse ante atrocidades como la de la manada de San Fermín no es competencia exclusiva del feminismo; es justicia, nos compete a todos, hombres y mujeres. Mientras tanto, tenemos derecho a distraernos con obras como esta, tal vez no muy brillante, pero sí entretenida y equilibrada, que ya quisieran muchos.
Más información en http://ambigugarcia.blogspot.com.es
Nacho Ambigú García
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9
3 de septiembre de 2017
26 de 31 usuarios han encontrado esta crítica útil
El fulano en cuestión, Barry Seal, era un piloto de la TWA que se sacaba propinas trapicheando con puros cubanos y otras minucias, y cuya habilidad para hacerle la competencia desleal al duty free no pasó desapercibida a sus compatriotas de la CIA, que lo terminaron reclutando como transportista por esas guerras de Dios y papá Reagan.

Con tanto trasiego, la destreza de Seal no tardó en convertirse en reclamo para hombres de negocios tan ilustres como Pablo Escobar y sus socios de Medellín, o el general Manuel Antonio Noriega, así que el ex piloto comercial no desaprovechó su nueva faceta mercenaria y se las ingenió para compaginar sus misiones patrióticas (fotos aéreas del enemigo, suministro de armas a la contra nicaragüense, etc.) con el oficio de camello al por mayor, lo cual le reportó tanta pasta que no llegó a caberle (literalmente) en casa.

Así fue hasta que su antaño valiosa contribución pasó a ser un peligro para los culos apoltronados. Esos mismo culos que dejaron a Seal con el suyo al aire (un trasero que, por cierto, vemos también literalmente un par de veces, haciendo eso que se llama “un calvo”, inmejorable metáfora de lo que en el fondo resultó ser todo este tinglado).

Una historia real con la que cualquiera se imagina a Michael Moore babeando o a Oliver Stone relamiéndose —o viceversa—, pero que ha sido Doug Liman quien se ha ocupado finalmente de filmar, y eso significa que el aspecto lúdico importa tanto como la denuncia política, y desde aquí brindamos por ello, porque el resultado es sobresaliente.

Liman aplica una fórmula narrativa que es casi una réplica de la que Scorsese empleó en películas como "Uno de los nuestros" o "Casino": montaje frenético a ritmo de éxitos rockeros, relato en primera persona del protagonista (a veces como voz en off y a veces mirando directamente a la cámara), destellos satíricos o cien por cien cómicos que no atenúan sino que incluso subrayan aún más la crueldad de ciertos episodios… Y sumado a todo esto, la ausencia total de imposiciones morales, estampas paisajísticas de síndrome de Stendhal, y un uso antológico de las imágenes de archivo, con gags dignos de "El intermedio", como el del matrimonio Reagan aconsejando a los niños que no se droguen o el momento “camaleón” de Bush padre para eludir una pregunta comprometida.

Tom Cruise, que acostumbra a pasarse de rosca tanto en casa como delante de la cámara, es un buen actor cuando quiere, y aquí parecía quererlo de verdad.

"Barry Seal: El traficante" es valiosa por sus virtudes reivindicativas y documentales, pero no menos por ser un entretenimiento de primera categoría. Al cine se va para eso; o al menos es lo que yo entendí.
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Nacho Ambigú García
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3
7 de noviembre de 2017
22 de 32 usuarios han encontrado esta crítica útil
Que todavía hoy se tenga que promocionar una película con el adjetivo “provocativa” no dice mucho de nuestra evolución como sociedad, para qué engañarnos.
Aunque el envoltorio sea más lujoso y pretencioso, el reclamo utilizado para cautivar al público por ciertas obras (desde “9 semanas y media” hasta “50 sombras de Grey”) es idéntico al que arrastraba a nuestros carpetovetónicos abuelos hasta Perpignan, para ver películas cuyos títulos (de bufa rima consonante) y guiones (plagados de sonrojantes dobles sentidos inspirados en la fontanería y las manualidades) parecían el resultado de una congregación de universitarios que se han fumado una clase y se han bebido una garrafa de calimocho. Una experiencia que en muchos casos se recompensaba con la pírrica limosna de un pezón en 2 dimensiones.

Algo por el estilo parecía prometer la publicidad de “Madre!”, y, visto lo visto, ojalá hubiera sido eso. Pocas cosas me dan más miedo que un director de cine queriendo ser poeta… y Darren Aronofsky es un reincidente habitual. No digo yo que un poco de trascendencia de vez en cuando no venga mal — no todo en la vida va a ser frivolidad y jolgorio—; distinto es cuando se te va la mano con la dosis y ocurren cosas como que la gente en el cine se ría cuando se supone que lo que estás viendo es trágico y profundo. Traspasar la frontera de la máxima intensidad implica adentrarse en el territorio de la comedia involuntaria (mejor que nadie lo saben los creadores de culebrones).

La película puede verse como una metáfora de la creación artística que toma como referencia el acto biológico del parto. A partir de aquí, que cada cual personalice la receta con los ingredientes que se le ofrecen, unos más evidentes que otros: la maternidad y la inspiración, la gestación de la idea creativa como un embarazo, la intención de equiparar la creación de una obra de arte al fenómeno de generar una nueva vida, la necesidad de que unas vidas se extingan para que surjan otras, la imposibilidad de llevar lo que se conoce como una vida normal (familia, matrimonio, paternidad) cuando se vive entregado al arte, que termina contaminándolo todo… El arte en sí mismo, y el ego del artista, claro está: si el creador destruye su vida íntima, ahí están también los fans, con su fetichismo enfermizo y su devoción loca, irresistible, la tentación de rendirse a la admiración y la adulación, el amor entendido como el placer de que otro te adore… Hay tantas interpretaciones que uno no sabe si quedarse con alguna o quedarse directamente pasmado.

Quizá la clave quiera estar en una frase que el personaje que encarna Javier Bardem le confiesa a su mujer tras haber hablado con algunos de sus admiradores: “Todos han entendido mi obra; cada uno de una manera distinta, pero todas son válidas”. Buen intento, señor Aronofsky, pero también me suena a la típica excusa del egocéntrico ensimismado, del que aspira a la incomprensión como cima de su distinción intelectual.

Otra posible explicación sería la derivada de un análisis clínico; es decir, como el control anti dopaje que les hacen a los deportistas. Persiste el mito —un poco infantil, en mi opinión— de que las drogas pueden proporcionar de manera artificial el talento que uno no tendría nunca de forma natural. No sé si Darren Aronofsky se mete algo o si solo toma rooibos y pastillas Juanola, pero la mayoría de sus películas parecen criaturas surgidas de un delirio politoxicómano. “Madre!” debería ser como una pastilla que te tomas y te provoca un montón de sensaciones estimulantes, pero resulta ser como el efecto secundario de haberte tomado un montón de pastillas que no deberías haber mezclado.

Quedaba la esperanza de los actores, pero el director se las apaña para contagiar su delirio y convertir un contrastado reparto en una caterva de intérpretes histriónicos (llama la atención en especial el caso de Ed Harris, que hasta ahora tenía en la sobriedad su mayor virtud).

La película idónea para tirarse el pisto en una tertulia cultureta, aunque el peaje —aviso— son dos horas y pico de onanismo nivel barracón de reclutas. Ojo, que salpican neuronas con gafas de pasta.
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Nacho Ambigú García
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9
23 de enero de 2018
15 de 19 usuarios han encontrado esta crítica útil
Martin McDonagh —“Escondidos en Brujas” (2008), “Siete Psicópatas” (2012)— se ha ganado su puesto destacado en esa familia de la que hablábamos aquí hace nada, con motivo de “Suburbicon” (George Clooney, 2017), la de los renovadores brutales y satíricos del género negro, cuyo máximo exponente es el dúo formado por los hermanos Joel y Ethan Coen.

“Tres anuncios en las afueras” nos traslada de nuevo a la Norteamérica sureña, palurda y racista, el escenario predilecto del cine negro en los últimos tiempos. Olvidémonos ya de los detectives en gabardina seduciendo a ritmo de saxo y martini en ristre; ahora quienes lo petan son los sheriffs campechanos y abotargados de bourbon y donuts. Y, por supuesto, nada de perversas maniquíes y vampiresas con un 38 en el liguero; en el género negro del siglo XXI las mujeres son más listas, más bravas, salen de casa sin maquillar, sangran como seres humanos que son, y además llevan el mando.

El empeño de una madre por resolver el caso de la violación y muerte de su hija la lleva a desafiar a la policía del pueblo, incapaz de haber encontrado al culpable. Este es el punto de arranque y la trama central, casi una simple excusa para darnos un paseo por este rincón del salvaje Oeste contemporáneo e ir conociendo a la fauna y la escoria que lo habita.

Un guion perfectamente trenzado y dosificado (aunque a primera vista pueda parecer lo contrario), de una comicidad admirable teniendo en cuenta el panorama dramático, y rematado en un desenlace insólito, no por giro sorpresa o golpe de efecto, sino por el riesgo de alejarse de lo previsible, lo políticamente correcto y lo presumiblemente comercial.

La película es además un ejemplo de cómo construir y desarrollar personajes, de cómo impedir etiquetarlos o prejuzgarlos desde cualquier extremo o postura tajante, con actuaciones fabulosas de Frances McDormand y Sam Rockwell, ella una madre coraje que lo mismo planta cara a toda una comisaría que les patea la entrepierna a un par de adolescentes membrillos: y él, un tarugo enmadrado a lo Norman Bates que parece una versión de Torrente parida por Donald Trump.

Ya la tengo en mi lista de favoritas del año, y estamos aún en enero.
Más información en http://ambigugarcia.blogspot.com
Nacho Ambigú García
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