Rincones del paraíso (1997)

”Stop - sur un faisceau de lumieres
Stop - is this reality?”

Living On Video, Trans-X

Una película minimalista al punto de contar con tan solo cinco actores con línea de texto a lo largo de su metraje y que encima este número de elementos sea superior al número de personas que la vieron en el cine, siempre según los datos oficiales que censa el Ministerio de Cultura. Los cuatro gatos –literales y exactos- que se metieron a una sala catalana a visionar Rincones Del Paraíso tuvieron que flipar a buen seguro bastante más que lo que se cuenta alucinaron los que vieron Arrebato de Zulueta en el momento de su exhibición de estreno en cine. El film de Carlos Pérez Merinero (a la sazón el único que firmase en labores de dirección, si bien su notoria experiencia y validez en el ámbito de la literatura negra ya le pertrechaba con un CV que incluía adaptaciones de novelas suyas por parte de Raúl Artigot, capítulos ex profeso para la serie La Huella Del Crimen y colaboraciones en diálogos para Vicente Aranda y Ricardo Franco, a la manera de un Jim Thompson natural de Écija). Rincones Del Paraíso es una película seca y áspera, igualica que ayudarse de un batido de crocretas para deglutir un polvorón de lija. Es cine negro de extrema sordidez a la vez que una reflexión sobre el valor de la imagen.

Aquí Juan Diego es un comisario relegado a labores de vigilancia luego de personarse un día ebrio en su ámbito de trabajo y acabar matando de forma colateral más inocentes que los que se había llevado por delante la banda de atracadores que quería atrapar. Un señor que fuma que parece respira nicotina, que se baja de su coche a vomitar a las 10 de la mañana porque nunca es demasiado temprano para el alcoholismo y que sólo tiene por amigo a un ex jefe cuya senectud y problemas derivados de dicha condición le llevan a querer ser capaz de reunir el valor necesario para suicidarse cuanto antes mejor. En sus labores de vigilancia a la puerta de un cementerio su postura ante su nuevo trabajo irá pasando del desagrado inicial a la más absoluta fascinación, sobre todo gracias a una prostituta que acostumbra a reunirse con sus clientes más pudientes y menos pudendos para a una vez dentro del camposanto vender sus servicios sobre las lápidas, sin respetar el descanso eterno de los que allí moran. Juan Diego no se extralimita a la vigilancia desde su furgoneta de Flowers By Irene, qué va: atraído por la curiosidad comenzará a grabar todos y cada uno de los intercambios sexo-dinero que obra Paulina Gálvez, la puta experta en satisfacer los deseos de la gente más mórbida de Madrid. Porque además de contener la sordidez extrema por cosas tales que las anteriores Merinero filma un Madrid del que sabe sacar el excepcional partido en sus localizaciones del que se lo conoce de pe a pa: al cementerio de la Almudena y las barriadas en construcción de Méndez Álvaro añade la Colonia de San Cristóbal por vivienda de la señorita Gálvez, un complejo de instalación vertical de trabajadores de la primera EMT que medio siglo después de diseñado por Secundino Zuazo representa de idéntica manera la sofisticación obsoleta y la miseria de inmejorable forma. Mas luego todas las secuencias de Juan Diego conduciendo bajo un cielo encapotado: fascinantes en su sencillez, sin música (al igual que todo el film, sólo se escucha el ulular del fortísimo viento), sin ni siquiera sintonizar a Federico Jiménez Losantos o al Abellán en la radio del Renault para hacer un drive angry, con el único acompañamiento del ruido del cambio de marchas y las presiones que ejercen los pieses sobre el velocitator y el deceleratrix.

La incursión en la dirección de Carlos Pérez Merinero, escritor de novela negra, dista de ser un mero ejercicio fílmico. Lejos de ello, Rincones del paraíso es una película con alma, de esas que dejan poso, en la que hay mucho cine detrás de ella. La influencia de El fotógrafo del pánico por la temática o de Robert Bresson por el estilo resulta evidente en esta cinta dura y seca como la meseta. Porque aunque Pérez Merinero definiera Rincones del paraíso como una película finlandesa hecha por un tío de Écija, ésta tiene un acento silíceo de berrocales y domos, enseñándonos un Madrid de periferia, de bloques de pisos y cuyo epicentro se encuentra en el cementerio de la Almudena. Compuesta a base de planos fijos, la película narra las vicisitudes de un policía expulsado del cuerpo que descubre su afición al voyeurismo tras grabar casualmente a una prostituta con un cliente en pleno camposanto. La manera de estar rodada implica al espectador, que en esa aparente distancia que marcan los planos generales caerá en la cuenta de su condición de voyeur. El resultado es un film desasosegante, poblado de silencios y del ruido mecánico que hace el VHS al ponerse en marcha; donde los diálogos –a pesar de las excelentes cualidades de Pérez Merinero para ellos- son cortos y escasos en favor de unas imágenes que se quedan impregnadas en la retina igual que un puñetazo en el ojo de un púgil. Una muestra en sus últimos diez minutos. En ellos hay más verdad que en toda la filmografía junta de algunos tótems actuales del cine español.