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Vampyr, la bruja vampiro (1932)

Vampyr, la bruja vampiro
68 min.
7,4
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Escena (Español)
Sinopsis
En esta película Dreyer nos introduce en un universo fantasmagórico por medio de imágenes expresionistas. Un joven viajero, Allan Gray, se aloja en un extraño castillo, cuya atmósfera densa y enrarecida recuerda la de las pesadillas. El joven comienza a tener espeluznantes visiones, de las cuales la más terrible es el descubrimiento de una mujer inconsciente que ha sido atacada por un vampiro en forma de bruja. El maestro Dreyer rueda en Francia esta personal visión del terror: un mundo onírico y sugerente, lleno de fantasmas y sombras que cautivan más por la fuerza de las imágenes que por lo terrorífico del relato. A pesar de que actualmente es considerada una obra maestra del género, en su día fue un rotundo fracaso, por lo que el director danés tardaría doce años en volver a rodar su siguiente película, "Dies Irae". (FILMAFFINITY)
Género
Terror Fantástico Sobrenatural Vampiros Expresionismo alemán
Dirección
Reparto
Año / País:
/ Alemania Alemania
Título original:
Vampyr - Der Traum des Allan Grey
Duración
68 min.
Guion
Música
Fotografía
Compañías
Coproducción Alemania-Francia;
Links
8
EL INTERIOR DE LA PESADILLA
En la gestación de “Vampyr” hay un hecho que va más allá de lo anecdótico: Dreyer conoció en una fiesta a un aristócrata adinerado, el barón Nicolás de Gunzburg, dispuesto a financiar una película entera, la que fuese, a condición de actuar él como protagonista. Por lo demás, Dreyer tendría libertad absoluta. Tal vez para contrapesar la condición ineludible, el director ejerció a fondo esa plena libertad en todos los campos restantes: en la elección del tema, en el peculiar tratamiento narrativo de los relatos de Sheridan Le Fanu (sin concesiones al espectador, a quien lleva a todo trapo de una absorbente situación a otra y no le deja pausa para recapitulaciones ni visiones de conjunto), y también en el apabullante lenguaje visual, repleto de inventiva.

El barón es mal actor: desde que en las primeras escenas llega de excursión con su traje de ‘sportsman’ y sus cazamariposas a la apartada hostería de Courtempierre, se ve que no sabe moverse ni actuar, y que tampoco se limita sin más a estar (Bresson habría intentado usarlo como ‘modelo’), sino que lo intenta y le sale bastante regular. Pero Dreyer ataja de mano cualquier riesgo de que el problema hunda el film, y establece un juego mucho más que surrealista al proponer un mundo donde puede ocurrir cualquier cosa, con lo que al excursionista no le queda sino estar constantemente pasmado en medio de esa compacta fusión de lo material y lo sobrenatural, lo real y lo fantástico, lo visible y lo invisible, la pesadilla y el día, mezcla que el propio Dreyer concebía como “un sueño despierto”: estar pasmado de miedo es lo normal ante el sobrecogedor símbolo viviente de la muerte, al principio (el campesino de enorme guadaña al hombro, que toca una campana y aguarda a que el barquero le pase al otro lado) y ante llaves que giran solas en la cerradura; ante sombras que se desplazan por su cuenta, corren por el suelo de las arboledas y bailan en las paredes de los salones; ante desdoblamientos en cuerpos ligeros que atraviesan paredes, y ante muertes anticipadas (el alucinante viaje del ataúd, filmado por cámara subjetiva a través de la tapa de cristal desde la posición del difunto); y ante, por supuesto, vampiros y esqueletos y otras apariciones espeluznantes, elementos comentados un tanto pesadamente* mediante textos de un libro sobre vampirología y satanismo que el protagonista recibe en un episodio onírico.

Uniendo el montaje alterno al despliegue de recursos fotográficos y lumínicos, Dreyer logra una película saturada de potencia cinematográfica, exigente y perturbadora. Y difícilmente asimilable, como demostró el severo y deprimente** fracaso en las taquillas, que sin embargo no desmiente su enorme calidad artística.

= = = = = = =
(*) Herencias y servidumbres del paso del mudo al sonoro, contexto que permite comprender cierto envejecimiento de algunas secuencias.
(**) Dreyer necesitó tratamiento clínico antidepresivo. Hasta 1943 no consiguió respaldo para volver a rodar.
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89 de 92 usuarios han encontrado esta crítica útil
9
Perderse entre los fotogramas de Vampyr
Entré en Vampyr a trompicones, como caído de la filmoteca. Aquello parecía impenetrable. Bisturí en mano, traté de comprender su arquitectura. ¡Qué diablos! ¿Qué forma es esta de hacer cine?

Puse las piezas del derecho y del revés, limé sus bordes más cortantes. Adapté cada fragmento al hueco presentido. Era mucho forzar. No supe ver que el arte de Vampyr no está en la trama de sus piezas. Es el arte del mago, del ilusionista. El truco está en lo que no ves. La esencia está en la silueta.

===

Dreyer, por medio del montaje, da vida a un mundo paralelo. Nunca el fuera de campo remitió de esa manera a un universo diferente, con sombras y cadencias tan precisas y afiladas.

Dreyer inserta imágenes que inquietan (el barquero, la guadaña…) y constituyen el tejido emocional de la película. Desconcierta y fascina con el punto de vista narrativo: ¿desde dónde se nos muestra lo que vemos? Distorsiona el tiempo y el espacio: ¿podemos intuir por dónde entrará en cuadro un personaje?, ¿o establecer un hilo estrictamente temporal?; ¿estimaríamos sin titubeos el volumen de una estancia? El uso del sonido (los gritos, la campana) contribuye a la alucinación.

El protagonista se sitúa en el umbral de la otra parte, como los adoradores de la torre del reloj en la novela de Alfred Kubin. Vive en permanente estado de deslumbramiento (¿cómo es posible crear vida mediante las carencias de un actor que no lo es?).

Dreyer desdobla lo real. Entorna las puertas de otro mundo. Nos pone en la antesala. ¡Hay que perderse entre los fotogramas de Vampyr!
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83 de 95 usuarios han encontrado esta crítica útil
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