Escribir. Sólo escribir. El oficio más bello del mundo. Sin despertador, sin rutina, sin alienación. Fuera de límites, fuera de tiempo. Una hoja en blanco, un viejo bolígrafo. Tal vez un café. Siempre un cigarrillo. Y el humo travieso revoloteando entre palabras que se apiñan despacio en líneas y párrafos. Hojas que darán forma a cuentos, sonetos, cartas de amor. Novelas. O tal vez a una crítica. Estamos hechos de palabras. Palabras que susurran, palabras que llevamos en las entrañas. Palabras que desaparecen a cada instante. Yo necesito escribir palabras, para que no se escapen. Cosas que he visto, cosas que veo, cosas que quiero ver. Escribir sólo es atrapar la vida.

Barton Fink también es escritor. Tiene una directriz, unos principios. Normas. Cada escritor tiene unas. Lo hermoso de ellas es que tú mismo las pondrás y solo las quebrantarás para crear unas mejores. Son normas de sinceridad. No puedes mentir cuando escribes. Y a menudo el escritor no existe fuera de la verdad de su escritura. Pero Barton se ha salido de su camino y tal vez nunca podrá regresar. Ha vendido su alma a algo que desconoce.

Y yo cedo en mis principios cada día. Corrompido por un mundo que no entiendo. Por una nómina miserable en un trabajo cualquiera. Y entonces solo quiero volver a casa y escribir. Perderme en aquellas palabras donde puedo ser siempre niño y jugar con mis normas. Y lucharé para que otros tipos de lógica no se cuelen en esa parte de mi vida. Porque si no lo habré perdido todo, como Barton, vagando sin identidad, a dos pasos de las puertas del infierno.

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