Uf...
Qué placer da que de vez en cuando a un creador le dé por primar la inteligencia del espectador, sugiriendo, haciendo pensar, dando opciones y dejando puertas abiertas a la imaginación, en vez de servir un plato frío, aunque pueda estar bien cocinado.
La peli es una cebolla; tiene capas, porque admite diferentes lecturas o niveles de interpretación: puede considerarse una crítica a Hollywood (personificado en el productor Ben Geisler), a Broadway (menos pasta y glamour, pero mucha más pretenciosidad), incluso al proceso creativo (el bloqueo literario de Barton Fink, que no deja de ser un petardo que quiere escribir intelectualmente sobre el hombre corriente despreciando la realidad misma del hombre corriente, Charlie Meadows, al que interrumpe constantemente sólo porque se escucha a sí mismo, o el alter ego de Faulkner, ese borrachuzo escritor W.P. Mayhews, al que su chica le escribe sus últimas obras). También se puede mirar como una de esas cosas del cine dentro del cine, no sólo por su temática, sino porque está plagadita de referencias (al Padrino, a Kubrick, etc.).
Pero lo mejor es que es todo eso y más: se convierte en cuántica desde el momento en que apuesta por adentrarse en universos paralelos, donde la lógica de la narración lineal ya no tiene sentido: aquí es soberbia, aparecen nuevos personajes, como ese Hotel Earle, que siente y suda como los personajes que lo habitan, con ese Chet (Buscemi) o el ascensorista que parecen parte del propio edificio, o el propio Meadows, que aquí es Mundt el Loco, o la Caja (¿qué importa que hay en la caja? ¿es un símbolo? ¿o sólo es una caja?) o la Postal de la Chica en la Playa. Cuando la realidad se distorsiona, aparece el surrealismo, las paredes arden sin quemarse, los policías son personajes de Cartoon. Ni siquiera importa ya qué pasa con el guión que le encargaron los de Capital Pictures a Fink, ni nada...
Sólo te quedas clavado al asiento, pensando qué sentido tiene todo aquello, de qué va la cosa, y una sensación de haber visto algo realmente grande...