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Dune: Parte Dos
Dune: Parte Dos (2024)
  • 8,0
    15.931
  • Estados Unidos Denis Villeneuve
  • Timothée Chalamet, Zendaya, Rebecca Ferguson ...
4
Tostón: Parte Dos
Si la primera entrega de «Dune» ya me pareció un pestiño de muy ardua digestión, su segunda parte me ha resultado todavía más infumable.
Algo que llamó especialmente mi atención en «Dune» (ídem, 2021) era la paradójica convivencia que en ella se daba entre la sobreabundancia de escenas de acción —a fin de cuentas, se trata de una «space opera»— y un aburrimiento supino. Pues bien, pese al tumefacto presupuesto (de nuevo) puesto en manos de Villeneuve, ese inaudito niño mimado de crítica y público, en «Dune: Parte Dos» —del cacofónico anglicismo al que, para su título, se han acogido los distribuidores patrios mejor ni hablo— hay menos acción y el mismo, desesperante aburrimiento. Sí asistimos a numerosos amaneceres en el desierto, una vibra muy como de viaje de fin de carrera en Marruecos, pero sin la shisha.
En mi reseña de «Dune» —y también en otras— cuestionaba las dotes narrativas de Villeneuve y aquí me reafirmo en mis suspicacias al respecto. El realizador canadiense se muestra incapaz de hilar una secuencia mínimamente coherente, de manera que la película constituye un deslavazado conjunto de escenas visualmente muy aparatosas cuyo hipertrofiado barroquismo se subraya con unas estridencias sonoras a cargo de Hans Zimmer que cabe entender como un desesperado intento de compensar la absoluta insipidez de diálogos e interpretaciones, cuando no de mantener despierta a la concurrencia o que los ronquidos no se hagan evidentes en exceso.
321 minutos después sigo sin tener claro para qué sirve la especia y por qué media galaxia anda a la gresca por ella. ¿Es una sustancia de uso recreativo? Todo el mundo se toma muchas molestias para recolectarla y acapararla, pero ¿con qué motivo? Imagino que en algún momento de la veintena de novelas que integran la saga se explicará. Tampoco me entran en la cabeza las razones para hacer la guerra a sablazo limpio y con tácticas propias de la Edad de Bronce cuando se cuenta con los avances tecnológicos —y, por ende, armamentísticos— propios del año 10191. Entiendo que ello no es achacable a Villeneuve sino a Frank Herbert y sus albaceas; pero hay que decirlo: ahora mismo, una unidad de boy scouts comandados por la infanta Leonor también derrotaría a los Harkonnen.
Sólo la escena «alla» «Gladiator» (ídem, 2000) con estimulantes ribetes expresionistas raya a la altura deseable. Porque ni siquiera Javier Bardem se salva del estrepitoso naufragio creativo. Su Stilgar estaba entre lo poco digno de reseña en «Dune». Componía entonces un lacónico y, a su modo, carismático beduino que, en esta segunda parte, se ha convertido en un fanático religioso adornado de una cargante verborrea.
En fin, Villeneuve amenazaba en 2021 con una trilogía y todo indica que la va a completar. Pobres de nosotros, los espectadores, y de la ciencia ficción. Aunque, siendo optimistas, quizá de una vez me entere de para qué sirve la especia.
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4 de 8 usuarios han encontrado esta crítica útil
Black Mirror: Caída en picado (TV)
Black Mirror: Caída en picado (2016)
Episodio
  • 7,4
    25.569
  • Reino Unido Joe Wright
  • Bryce Dallas Howard, Alice Eve, Cherry Jones ...
8
Qué sociedad más bonita se nos va a quedar
He perdido la cuenta de las veces que a mis alumnos les he puesto «Caída en picado». Lo que sí tengo claro es que, desde la primera vez que la vi, hace siete u ocho años, con cada visionado me parece más estremecedora. La luminosa sociedad en tonos pastel donde tiene lugar la historia resulta más aterradora que los escenarios postapocalípticos de uso en el subgénero. No andaba Sartre desencaminado al afirmar que «el infierno son los otros», sólo le faltó el botón de «Like».
Cuando se estrenó la tercera temporada de «Black Mirror», este su primer episodio anunciaba un futuro distópico sumamente próximo, pero en bastantes aspectos todavía de ciencia ficción. En 2024 prácticamente todas las advertencias de entonces se han hecho desoladora realidad o están en inexorable camino de ello. Que se lo digan, si no, a los trabajadores de las empresas de reparto a domicilio, o a los conductores de VTC. Intenten reservar alojamiento en ciertas plataformas sin contar con suficientes valoraciones positivas. ¿Quieren hundir un negocio en la miseria por puro capricho? Basta media docena de reseñas online. Esto no es «Black Mirror», está sucediendo ahora mismo. Y cientos, miles de ejemplos similares. En su día no tan relevante y hoy de rabiosa actualidad encontramos también un aviso acerca de la publicidad personalizada en base a un algoritmo alimentado con nuestro comportamiento en las redes.
En definitiva, Joe Wright firma uno de los mejores capítulos de la serie. Lo protagoniza una Bryce Dallas Howard a cuyo talento no le ha hecho del todo justicia una carrera un tanto irregular. La joven a la búsqueda desesperada de aceptación —y de vivienda, otro torpedo a la línea de flotación de la conciencia occidental y encantada de conocerse— que compone constituye el retrato milimétrico de una generación que no está por llegar, sino que ya está aquí, pegada al móvil y obsesionada por el qué dirán.
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Te veo
Te veo (2019)
  • 6,2
    6.169
  • Estados Unidos Adam Randall
  • Helen Hunt, Jon Tenney, Judah Lewis ...
3
Mejor no haberte visto
Prueba fehaciente de la indigencia creativa en que se enfanga el subgénero —y de la intelectual que engalana a no pocos reseñadores, a sueldo o por hobby— es el consenso positivo que viene concitando esta película. Porque, digámoslo de una vez, «Te veo» es un bodrio sin paliativos.
Planteada —y promocionada, encima no da lo que promete— como una película de terror sobrenatural con casa encantada y fantasmas en el armario, no tarda en evolucionar —degenerar— hacia los resobados tópicos del thriller melodramático que alimentara otrora las sobremesas de Antena 3. Lo que veinte años atrás era objeto de mofa lo es hoy de encomio crítico. QED.
Para el pleno disfrute de cintas de su —a priori— pelaje conviene hacerse el sueco ante ciertos subterfugios; ahora bien, la retahíla de trampas argumentales en base a las que avanza la historia y el grosor —la grosería— de muchas de ellas demandan del espectador un esfuerzo por llevar la consabida suspensión de la incredulidad bastante más allá de los límites de lo razonable.
Un guion absurdo obra de un tal Devon Graye —al parecer, lo más relevante que ha aportado a la industria audiovisual es su participación en «Dexter» (2006-2013), como actor y encarnando al psicópata protagonista en su adolescencia— se mete en charcos cada vez más hondos en sus intentos, a todas luces infructuosos, de arreglar el desaguisado.
De tamaño naufragio sólo cabe salvar unos efectos de sonido que merecían un film francamente mejor, o no tan desoladoramente malo. Porque las interpretaciones tampoco hay por dónde cogerlas, especialmente la de una Helen Hunt más drogada que una mula de Tijuana y a quien la edad, la gravedad y, posiblemente, algún retoque escasamente afortunado le han dejado un rostro de sorprendente semejanza al del Loco Gatti.
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2 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Donnie Brasco
Donnie Brasco (1997)
  • 7,3
    28.033
  • Estados Unidos Mike Newell
  • Al Pacino, Johnny Depp, Michael Madsen ...
7
Mafiosos de vía estrecha
Pese a que seguramente se encuentre un escalón por debajo de los títulos más recordados del subgénero, «Donnie Brasco» no carece de elementos de interés. A fin de cuentas, Mike Newell no es Coppola ni Scorsese ni De Palma, pero a versatilidad y profesionalidad no le gana nadie.
Tanto en el plano estético como en el argumental, «Donnie Brasco» está más cerca de la hortera mezquindad de «Los Soprano» («The Sopranos», 1999-2007) que de la grandilocuencia, entre shakesperiana y babilónica, que engalana a «El padrino» («The Godfather», 1972) o «Uno de los nuestros» («Goodfellas», 1990). Quedaba poco, de hecho, apenas dos años, para que la magistral creación de David Chase cambiara la historia de la TV.
En efecto, el clan mafioso donde se infiltra el agente del FBI carece de todo glamour. Lefty Ruggiero sólo comparte con Michael Corleone al actor encargado de interpretarlo, un Al Pacino como (casi) siempre superlativo —a su lado, las carencias de un amaneradísimo Johnny Depp quedan en desalentadora evidencia—. Aquí no es más que un matón de vía estrecha, frustrado por el ninguneo al que lo someten sus superiores, tampoco los omnipotentes «pezzonovantes» de los films antedichos.
Únicamente desde la incompetencia suicida que manifiestan todos y cada uno de los integrantes de la banda de Sonny Negro se explica el triunfo de la conocida como «Operación Donnie Brasco». El protagonista —y su equipo de apoyo— incurre en tantas y tan gruesas imprudencias que, con unos antagonistas algo más espabilados, hubiera acabado a trocitos en el maletero de un cadillac a los cinco minutos de entablar conversación con Ruggiero. Si no fuera porque se basa en hechos reales, costaría de creer.
Sí contribuye a la verosimilitud de la historia un diseño de producción que refleja con fidelidad el problemático espíritu de la época, en tránsito —en absoluto fácil— de la seca y reivindicativa pana setentera a la euforia yuppy y neoliberal de los ochenta. Qué estampados, qué chaquetones, qué ray-bans aviator. Mención aparte merece la durísima escena del tiroteo a quemarropa en el sótano de Al Indelicato. La torpe carnicería perpetrada por los pistoleros, así como los dolientes aullidos de los moribundos acribillados te llegan al alma sin vaselina.
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The Office (Serie de TV)
The Office (2005)
Serie
  • 8,1
    33.431
  • Estados Unidos Greg Daniels (Creador), Ricky Gervais (Creador) ...
  • Steve Carell, Rainn Wilson, John Krasinski ...
8
Humor sin algoritmo
Yo a esta «The Office» —la original, inglesa y con bastantes menos temporadas, no la he visto; ni creo que no haga, me resisto a poner otras caras a unos personajes de los que me he encariñado quizá más de lo razonable— he llegado algo tarde.
Principalmente porque Steve Carell no era santo de mi devoción, y ello pese a haber disfrutado como un enano con la desopilante «Virgen a los 40» («The 40-Year-Old Virgin», 2005). Su sobreactuación y, en especial, el estridente tono de su voz me resultaban particularmente indigestos. Ni que decir tiene que en «The Office» está estupendo, haciendo de ambas carencias las virtudes teologales de su encarnación de Michael Scott, ese absoluto incompetente directivo y social, aquejado, encima, de un patológico anhelo de aceptación.
Cabe encuadrar a «The Office» en lo que se ha venido llamando la «Edad de Oro de la TV», concepto bastante más acotado en el tiempo de lo que durante lustros se reiteró con insistencia no sé si más voluntariosa que machacona o viceversa. Como tal, se trata de una serie profundamente hija de su época, la mayoría de cuyos chistes la harían objeto de inmediata cancelación —literal y figurada— en los pacatos y algorítmicos días que nos han tocado en (mala) suerte.
«The Office» no es una sitcom al uso. No hay risas enlatadas, ni familias modélicas, ni pandillas de treintañeros encantados de conocerse, ni livings y cocinas abiertas de catálogo de IKEA. Sí encontramos en ella una parodia del florilegio de «realities» que plagaran las pantallas de hace cuatro lustros con los parlamentos a cámara característicos de «Modern Family» (ídem, 2009-2020), otra que sacudió los cimientos del subgénero. Hay asimismo un retrato del entorno empresarial y laboral americanos mucho menos complaciente de lo que se podría esperar de una producción de su desenfadado pelaje.
Igualmente llamativa se antoja la ternura con que los personajes son tratados, y ello pese a lo estrambótico de numerosas escenas. Que un puñado de integrantes de su reparto forme parte de equipo de guionistas seguramente tiene bastante que ver. Pocas veces se habrá visto en pantalla —grande o pequeña, tanto da— un romanticismo con la veracidad del que embarga la relación, de amistad primero y amorosa al fin después, entre Jim Halpert y Pam Beesley, interpretados por unos John Krasinski y Jenna Fischer sencillamente encantadores.
Puede que el episodio que pone punto final a «The Office» no raye a la altura esperada—confirmación de que la fórmula estaba ya próxima a agotarse, especialmente desde la salida de Steve Carell—; pero, tal como sucede con las grandes series —y ésta sin duda lo es—, cuando se acaban, sus seguidores nos quedamos un poco huérfanos.
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Arde Mississippi
Arde Mississippi (1988)
  • 7,6
    19.533
  • Estados Unidos Alan Parker
  • Gene Hackman, Willem Dafoe, Frances McDormand ...
9
Escalofriante
Extraordinaria película, durísima y de tanta actualidad, si no más, como en el momento de su estreno, con la muerte —asesinato— de George Floyd y el movimiento Black Lives Matter frescos en la memoria y un supremacismo blanco de día en día más envalentonado.
Cabe censurarle a Alan Parker su tendencia —algo amarillista para mi gusto— a la denuncia-espectáculo, ejemplo conspicuo de lo cual es la célebre «El expreso de medianoche» («Midnight Express», 1978), sórdido florilegio de efectismos. Ahora bien, conviene asimismo reconocerle la aterradora eficacia con que sus oportunistas panfletos vienen rodados.
En efecto, y de modo semejante a como sucediera con la mencionada «El expreso de medianoche», en «Arde Mississippi» nos sumerge hasta la coronilla en una atmósfera asfixiante, casi —o sin el «casi»— de círculo dantesco, en su caso la del Sur profundo durante los años sesenta, cuando los derechos civiles eran poco menos que papel mojado. La impunidad con la que los blancos perpetraban sus tropelías contra una población negra absolutamente indefensa y la impotencia del gobierno federal frente a esa aberración jurídica dada en llamar leyes de Jim Crow nos tiene con el corazón en un puño durante sus dos horas largas de metraje.
En el apartado interpretativo, la película se beneficia sobremanera de un reparto en estado de gracia. A un joven Willem Dafoe de trazas kennedianas le da la réplica un Gene Hackman a quien el rol de agente duro y poco apegado al procedimiento le sienta como un guante. Los acompaña Frances McDormand, estupenda como siempre, aquí en el papel de sojuzgada —y harta— esposa de un «redneck» de bofetada pronta y gatillo fácil.
La fotografía a cargo de Trevor Jones, seca y de texturas documentales —justa ganadora del Óscar— redondea una cinta que patea el hígado moral —y el anatómico— del espectador más encallecido con su escalofriante plasmación de una realidad que, aún hoy, se resiste a pasar a la historia de la infamia.
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La vampira de Barcelona
La vampira de Barcelona (2020)
  • 5,5
    1.482
  • España Lluís Danés
  • Roger Casamajor, Nora Navas, Bruna Cusí ...
6
«Expresionisme català»
Curiosa producción a cargo de una industria audiovisual pequeña, pero de probada eficacia, caso de la catalana. «La vampira de Barcelona» adapta el cómic homónimo con una estética efectivamente más próxima a la de las viñetas que a la del cine comercial.
Seguramente la mayor virtud del film radica en el aprovechamiento que hace de unos recursos a todas luces escasos. Centrándose en el componente terrorífico y detectivesco, así como en los sórdidos abusos de una burguesía con no todo el «seny» de que ha gustado siempre presumir, sus responsables se ahorran el dispendio que hubiera supuesto una reconstrucción histórica con visos de veracidad.
A base de cuatro telas (de saco) a guisa de paredes, un puñado de sobrias animaciones, sombras chinescas y un par de fotos de la época, «La vampira de Barcelona» nos sumerge en el malsano ambiente primisecular de una Ciudad Condal todavía convaleciente del trauma de la Semana Trágica. La película de Lluís Danés —al que definitivamente conviene seguir la pista— nos remite a «La ciudad de los prodigios» de Eduardo Mendoza y, salvando las distancias, a «El gabinete del Doctor Caligari» («Das Cabinet des Dr. Caligari», 1920) y a «La parada de los monstruos» («Freaks», 1932).
El tenebrismo lumínico y el sugestivo juego con el blanco y negro y el color —la escena del revelado fotográfico supone una prueba por demás pintona del virtuosismo de sus responsables— contribuyen a disimular las baratas hechuras del formato digital. En suma, grata sorpresa que me reafirma en el convencimiento de que, cuando no falta el talento, el dinero tampoco es tan importante.
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El astronauta
El astronauta (2024)
  • 5,1
    1.508
  • Estados Unidos Johan Renck
  • Adam Sandler, Carey Mulligan, Kunal Nayyar ...
2
¿Pero qué mierda es esta?
Una mala película de ciencia ficción sin pretensiones puede que atesore el encanto de la serie B o un sentido del espectáculo que hagan de su visionado una experiencia si no memorable, entretenida al menos. En cambio, una mala película de ciencia ficción con ínfulas autorales resulta sencillamente infumable.
Sumémosle que dichas pretensiones tienen la profundidad de un libro de TEO abreviado y simplificado por el o la tiktoker de su elección: a un cosmonauta en los confines de nuestro sistema solar y a punto de entrar en contacto con el caldo primigenio del universo le quita el sueño que su esposa —una desaprovechadísima Carey Mulligan— lo haya dejado en visto. Convendrán conmigo en que Johan Renck, el perpetrador de todo esto, no es precisamente Andrei Tarkovski, ni siquiera Stanley Kubrick.
Tanto o más desperdiciada que la mencionada Carey Mulligan se encuentra una escenografía que apuesta sobre seguro por un retrofuturismo analógico, industrial y (post) soviético que da gusto verlo… hasta la irrupción de ese horrendo arácnido interestelar al que no salva ni la voz del siempre túrbido Paul Dano. Junto a Jar Jar Binks y los Na'vi de Pandora, uno de los personajes más prescindibles no ya del subgénero, sino de la historia del cine toda.
Tratándose de un producto Netflix cabría al menos esperar un poco de diversión desenfadada. Pues tampoco. La película es un tostón inmisericorde, pocas veces en mi vida me habré aburrido tanto. Transcurridos veinte minutos ya ando consultando cuánto suplicio me queda por delante y tras otros veinte desisto y me acuesto. La única razón para retomarla al día siguiente y dedicarle una hora de mi tiempo —pasados los 40 éste se torna particularmente valioso— estriba en poder afirmar con justicia y conocimiento de causa que «El astronauta» es un bodrio de proporciones siderales.
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8 de 16 usuarios han encontrado esta crítica útil
Supernova (El fin del universo)
Supernova (El fin del universo) (2000)
  • 4,5
    1.907
  • Estados Unidos Walter Hill
  • James Spader, Angela Bassett, Robert Forster ...
5
Al borde del superbodrio
Un Walter Hill en horas bajísimas se mete en camisa de once varas dirigiendo una aventura intergaláctica para la que, encima, resulta evidente que no cuenta, ni de lejos, con la dotación presupuestaria requerida.
Pese al éxito de la distópica «Los amos de la noche (The Warriors)» («The Warriors», 1979) y a que los guiones de «Aliens: El regreso» («Aliens», 1986) y «Alien3» (ídem, 1992) llevan su firma, el realizador californiano ha hecho carrera en base a un puñado de westerns y policíacos por demás reseñables. Se confiesa, de hecho, admirador del cine de John Ford. Vengo a decir con esto que encontrarlo al frente de una cinta del pelaje de esta «Supernova (El fin del universo)» se me antoja, como poco, sorprendente.
No en vano Hill figura en los títulos de crédito bajo el alias Thomas Lee y, llegados a la fase de postproducción, se desentendió del asunto quedando el corte final —al parecer, bastante discutible— a cargo de un Francis Ford Coppola que también había vivido tiempos mejores.
Insisto en que las ambiciosas aspiraciones temáticas de la película —puestas de prístino manifiesto en el título, tanto en su versión original como en la verbosa traducción patria— demandaban una financiación bastante más pródiga que los escuetos recursos con que Hill debió de componérselas. El diseño de producción raya en la indigencia y los efectos digitales se ven cutres hasta para el año en que fue rodada. Hablo de memoria, pero la intro del primer «StarCraft» —el de 1998— era más creíble que los torpes cabeceos de la nave de asistencia médica Nightingale.
Todo lo antedicho invitaría a presumir que nos encontramos ante un bodrio de proporciones, en efecto, cósmicas. Y de eso mismo se trataría, de un horror sin paliativos, si no fuera porque Hill tiene más tablas que la Ópera de Nueva York y le insufla a la trillada historia un ritmo endiablado, logrando que, aturdidos por la sincopada sucesión de los acontecimientos, no prestemos la implacable atención que merecen esos polvos en gravedad cero —también vistos al principio de «The Expanse» (ídem, 2015-Actualidad); si bien, por suerte para sus seguidores, dejados pronto de lado— y unos diálogos a medio camino entre la película porno y el aula CyL.
«Supernova (El fin del universo)» se beneficia también del protagonismo del siempre túrbido James Spader, a quien le van los personajes chungos hasta en «The Office» (ídem, 2005-2013) y cuya mirada psicopática le sube la tensión a la historia más inane y le pone los pelos de punta al espectador más encallecido.
En suma, peculiar film que, muy a duras penas y haciendo bandera de una (anti) estética de serie B —o C o, a ratos, Z— logra sobreponerse a unas estrecheces pecuniarias y creativas que, en manos de otro realizador y con un protagonista menos carismático, se habrían revelado definitivamente catastróficas.
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True Detective: Noche polar (Miniserie de TV)
True Detective: Noche polar (2024)
Miniserie
  • 6,0
    6.321
  • Estados Unidos Issa López (Creadora), Issa López
  • Jodie Foster, Kali Reis, John Hawkes ...
4
Más «woke» que la ceremonia de los Goya
Con independencia de la siempre sugestiva ambientación boreal y del trabajo de sus protagonistas —Jodie Foster ofrece la enésima muestra de su talento y la boxeadora Kali Reis no desentona en los planos compartidos—, la cuarta entrega de «True Detective» constituye un indigesto pastiche de sororidad, empoderamiento, (anarco) ecologismo y racialización.
Vaya por delante que simpatizo con buena parte de las reivindicaciones subyacentes y que no tengo nada en contra de las películas de tesis; pero de la franquicia «True Detective» demando entretenimiento con una cuota razonable de complejidad narrativa, no una filípica misándrica y anticientífica donde el argumento —y la inteligencia del espectador— es lo de menos.
En la mente de Issa López, la gran mayoría de los tíos son —somos— o borrachos o maltratadores o corruptos o asesinos. Probablemente todo ello a la vez, y además gilipollas. Conque, parafraseando al general Sheridan, el único varón (blanco heterosexual) bueno es el varón (blanco heterosexual) muerto. Resulta imposible empatizar con un maniqueísmo de semejante calibre, salvo que se comparta el fanatismo del que hace gala la realizadora mexicana.
No merece la pena demorarse en comparar «Noche polar» con cualquiera de las temporadas anteriores pues, pese a la presencia de ciertos ítems metidos con calzador —trazos espirales, «el tiempo es un círculo plano», preguntas correctas e incorrectas—, no tiene absolutamente nada que ver con ellas y es infinitamente peor. No en vano Nic Pizzolatto tardó apenas un episodio en desmarcarse del destrozo perpetrado con su admirable creación.
«Noche polar» empieza queriéndose dar un aire a «La cosa (El enigma de otro mundo)» («The Thing», 1982) —aunque sin la gracia, el moco y las prótesis carpenterianos— entreverada de reminiscencias a «El silencio de los corderos» («The Silence of the Lambs», 1991), la más evidente de las cuales, claro, sería Jodie Foster con placa, pistola y un misterio entre manos.
Como la trama avanza a golpes de incoherencia —y hasta fallos de racord: en el último e inenarrable capítulo se escucha un disparo que no tiene cabida lógica, ni física—, «Noche polar» acaba por parecerse a una versión (aún más estúpida) de «The Head» (ídem, 2020), insólita coproducción hispano-japonesa (!) cuyos responsables al menos se tomaban la molestia de dar cuenta del síndrome polar T3 para explicar la errática —y homicida y suicida— conducta de los personajes.
Insisto en que todo ello le importa un bledo a Issa López, para quien lo primordial no estriba en amenizar las noches del suscriptor de HBO, tampoco en hacerle pensar —siquiera mínimamente—; sino en colocar su mensaje unívoco e inapelable con, de hecho, una advertencia implícita: si no te gusta, el violador —y el asesino y el borracho y, en fin, el gilipollas— eres tú.
Hay confirmada una quinta temporada con López de nuevo a los mandos. Lo verdaderamente preocupante es que no me extraña.
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8 de 14 usuarios han encontrado esta crítica útil
El maquinista de La General
El maquinista de La General (1926)
  • 8,3
    29.617
  • Estados Unidos Buster Keaton, Clyde Bruckman
  • Buster Keaton, Marion Mack, Glen Cavender ...
9
Una joya eternamente joven
Para apreciar en toda su magnitud el verdadero, inmenso valor de «El maquinista de La General» conviene ponerla en contexto. En el momento de su estreno han pasado treinta años desde «La llegada del tren a la estación de La Ciotat» («L'Arrivée d'un train à La Ciotat», 1896), veintitrés desde «Asalto y robo de un tren» («The Great Train Robbery», 1903) y once desde «El nacimiento de una nación» («The Birth of a Nation», 1915), icónicas cintas con las que cabe emparentarla, parcialmente al menos.
El improvisado —y, por ende, un poco a salto de mata— eje cronológico viene a cuento del asombroso nivel de perfeccionamiento visual alcanzado por un cine todavía en edad núbil, a lo cual contribuyó, y no poco, Buster Keaton, hombre orquesta —aquí director y guionista, al alimón con Clyde Bruckman, y absoluto protagonista de la ajetreada historia— como tantos otros de aquellos felices visionarios que alumbraran el séptimo arte.
Puesta en escena, efectos y, muy especialmente, un montaje de ida y vuelta, incluso rimado en clave interna, dan la impresión de que el centenario de esta maravilla no está a dos telediarios. «El maquinista de La General», igual que los personajes sólo aparentemente ingenuos tan del gusto de Keaton, parece haberse embriagado del elixir de la eterna juventud, envejeciendo con la dignidad única de las obras maestras, mejorando, de hecho, a cada década que pasa.
La peripecia de Johnny Gray y su amada locomotora da pie a una película de ritmo indesmayable donde las escenas de acción se suceden sin descanso en un «crescendo» de circo de tres pistas culminado con el derrumbamiento del puente sobre el río —el plano más caro de la historia del mudo, 42.000 dólares de la época—, prueba fehaciente de los méritos técnicos antedichos.
Prime Video dispone de una copia coloreada y sonorizada; ahora bien, y por suerte, esto último sólo en el caso de los ruidos ambientales. Lo primero le aporta un ribete de onírica irrealidad a una cinta eminentemente física y que sin duda resultaría muy del gusto de un Keaton que no les hacía ascos a ciertos matices surrealistas —vean, si no, la deliciosa «El moderno Sherlock Holmes» («Sherlock Jr.», 1924)—. Lo segundo refuerza el componente cómico de numerosos gags.
Escasamente apreciada en su día por una crítica y un público mediatizados por su oneroso coste y por la (relativa) proximidad de la Guerra de Secesión, «El maquinista de La General» fue un fracaso de taquilla, cayó en el olvido hasta los años cincuenta y supuso el inicio de una decadencia artística —Keaton nunca se adaptaría a la encorsetada lógica de los grandes estudios— y personal —ruina económica y alcoholismo— de su celebérrimo realizador. Afortunadamente, el tiempo pone a cada cual en su lugar; de modo que «El maquinista de La General» está hoy considerada, con justicia inapelable, entre las cien mejores películas jamás rodadas.
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Philip K. Dick's Electric Dreams: Autofac (TV)
Philip K. Dick's Electric Dreams: Autofac (2018)
EpisodioMediometraje
  • 6,5
    1.522
  • Reino Unido Peter Horton
  • Juno Temple, Nick Eversman, David Lyons ...
7
No era Skynet, era Amazon
Recuerdo que, en su día, «Electric Dreams» me dejó algo frío. Principalmente debido a la desalentadora sensación de «quiero y no puedo» que transmitía, causada por unas insuficiencias presupuestarias que la hacían salir mal parada de su comparación con «Black Mirror» (ídem, 2011-Actualidad), piedra de toque de la distopía audiovisual (post) moderna.
Revisitado al cabo de un lustro, «Autofab», quizá su episodio más icónico, me invita a replantearme mis severos juicios de entonces y si no convendría darle una segunda oportunidad a la (mini) serie toda. Prueba de la decadencia algorítmica en que andan sumidos el subgénero en general y la creación de Charlie Brooker en particular, y también de lo caducado, antediluviano casi, del cacareado sofisma «La edad de oro de la TV».
Para empezar, el diseño de producción que se me antojara pobre otrora, me parece hoy más que digno. El recorrido a vista de pájaro de las ciudades convertidas en un solar y el surgimiento —totémico, babilónico— de la ciclópea fábrica abejeada de drones constituyen imágenes de indiscutible potencia.
Argumentalmente «Autofab» atesora elementos de sumo interés. A la singularidad entendida como un drama —tragedia incluso: la toma de consciencia por parte de la máquina conlleva el descubrimiento de su propia intrascendencia— tan característica del universo Philip K. Dick se suma un hallazgo ciertamente sugestivo a la par que definitivamente turbador: el dominio del devastado mundo postapocalíptico no corresponde a la castrense Skynet de la saga «Terminator», sino a una especie de Amazon cuya necesidad de incrementar exponencialmente la producción de bienes de consumo lleva al planeta de cabeza al desastre.
Precisamente ahí radica el gran valor de «Autofac» —supone, de hecho, el rasgo distintivo de la ciencia ficción de calidad—, en que la historia que nos cuenta, pese a un horizonte temporal relativamente lejano —si bien, por desgracia, no tanto como en 2018— nos suena demasiado. Tanto, que acojona. Ojalá lo bastante como para, de una vez, poner fin —o coto al menos— a los suicidas desmanes que cimentan nuestro modo de vida.
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Come True (Se hacen realidad)
Come True (Se hacen realidad) (2020)
  • 5,6
    2.229
  • Canadá Anthony Scott Burns
  • Julia Sarah Stone, Landon Liboiron, Skylar Radzion ...
6
Terror, ciencia ficción y (retro) minimalismo «synth»
De una cinematografía un tanto periférica como la canadiense —excepción hecha de David Cronenberg y Denis Villeneuve— nos llegó en 2020 una propuesta pequeña pero no exenta de elementos llamativos.
Con un presupuesto más estrecho que unos leggins de spinning, la película dirigida por Anthony Scott Burns hace de la necesidad virtud jugando al terror, a la ciencia ficción y al esteticismo (retro) minimalista sin quemarse las pestañas. Lo cual resulta especialmente meritorio habida cuenta del apoltronamiento en que vegetan ambos subgéneros de un tiempo a esta parte.
La historia avanza a golpe de trampas argumentales, si bien no muchas más que numerosas cintas de su mismo pelaje, conque nada que objetar a ese respecto. Lo mismo cabe alegar en favor de un giro final quizá «ex machina» en exceso pero que permite a sus responsables justificar la convivencia de smartphones de última generación y salas de control con equipamiento VHS: un pepino visual y un imposible desde todo parámetro cronológico.
Asimismo estimulante —e insisto en que incongruente bajo cualesquiera otras premisas— resulta la incorporación de esa vibra «synthwave» que desde «Drive» (ídem, 2011) —Electric Youth están en el ajo— e «It Follows» (ídem, 2014), pasando por la ubicua «Stranger Things» (ídem, 2016-Actualidad), tan bien le sienta a las producciones del jaez que se les ocurra.
En un plano estrictamente terrorífico, «Come True» da lo que promete, haciéndonos pasar un saludable mal rato y dejándonos, de hecho, con el vello del cogote erizado durante varias horas —si no días—. Aunque no acaba de tirarse del todo a la piscina del tema de los conocidos como «visitantes nocturnos» —figura recurrente en las agitadas noches de bastantes personas—, sí lo enfoca con mayor efectividad que las decepcionantes «La cuarta fase» («The Fourth Kind», 2009) y «La pesadilla» («The Nightmare», 2015).
En el apartado interpretativo, la joven Julia Sarah Stone constituye una revelación a la que seguir la pista de cerca. No parece en absoluto fácil reproducir la aturdida somnolencia en que (mal) vive sumido su personaje; sin embargo, es capaz de encarnarlo con reseñable naturalidad. Le da la réplica un Landon Liboiron que diríase una mezcla descafeinada de Jared Leto y Daniel Radcliffe. Ni que decir tiene que su pasmado investigador palidece sin remisión ante una irrupción como la de Stone.
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Los que se quedan
Los que se quedan (2023)
  • 7,4
    8.779
  • Estados Unidos Alexander Payne
  • Paul Giamatti, Dominic Sessa, Da'Vine Joy Randolph ...
8
Cine sin aspavientos
La pasada temporada navideña fue pródiga en cintas tan interesantes que, de hecho, han logrado meter la cabeza en unas listas de nominados y premiados hasta la fecha monopolizadas por el fenómeno «Barbenheimer». Hablo, entre otras, de nuestra «La sociedad de la nieve» (2023), la epatante «Saltburn» (ídem, 2023) y, por supuesto, esta «Los que se quedan», no en vano galardonada ya con dos Globos de Oro.
Caracterizan al cine de Alexander Payne una puesta en escena sobria y una caligrafía fílmica sin aspavientos —apenas si incorpora aquí un puñado de filtros y de «zooms» a fin de reforzar la veracidad de la ambientación setentera— que redundan en una sencillez sólo aparente, habida cuenta de que, tanto a nivel visual como argumental, «Los que se quedan» atesora mayores hondura y complejidad que muchos títulos de un tiempo a esta parte mimados por la crítica. Suele vertebrar sus historias, también —y de modo palmario— en el caso que nos ocupa, un doble paralelismo con un sinfín de implicaciones entrelazadas: por un lado, las disfunciones de la familia tradicional y las de la sociedad americana; por el otro, la difícil y no obstante ineluctable concurrencia de drama y comedia en el devenir humano.
Sin menoscabo de la variedad de capas, aristas y subtextos, y a diferencia de otros tantos —demasiados— realizadores transidos de onanismo autoral, Payne gusta de ceder el protagonismo absoluto de sus películas a unos intérpretes que, liberados de cortapisas e intrusismos, se desenvuelven con una naturalidad desacostumbrada y, por ende, muy de agradecer. Paul Giamatti entrega el enésimo trabajo de antología en la piel —alcoholizada, con hiperhidrosis y trimetilaminuria— de ese cínico profesor renuente al politiqueo académico. Ahora bien, la revelación indiscutible de «Los que se quedan» es una Da´Vine Joy Randolph cuya cocinera devastada por la pérdida y, aún así, digna y firme como un tótem conmueve hasta al corazón más encallecido. Merecidísimo Globo de Oro que ojalá tenga continuidad en la noche de los Óscar.
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Háblame
Háblame (2022)
  • 6,3
    10.822
  • Australia Danny Philippou, Michael Philippou
  • Sophie Wilde, Alexandra Jensen, Miranda Otto ...
6
En los márgenes de la industria
La desalentadora deriva del terror comercial ha provocado que sea en la periferia, bien de la industria —caso de Benson y Moorhead y su estimulante amateurismo lovecraftiano—, bien geográfica —Irlanda resulta ejemplar a tal respecto—, donde cabe rastrear títulos verdaderamente interesantes para los amantes del subgénero.
Precisamente de un país con escaso peso en el panorama cinematográfico como Australia —si bien patria asimismo de «Babadook» («The Babadook», 2014), con acogida crítica bastante similar— nos llega «Háblame», debut en el largo de los hermanos Philippou, «youtubers» con querencia por el exabrupto y la casquería que, no obstante, entregan aquí un trabajo de madurez por demás reseñable.
En efecto, «Háblame» elude los resobados tópicos del horror —en cuantos sentidos se quiera— (post) adolescente y algoritmizado que de un tiempo a esta parte viene proliferando en las carteleras y, muy especialmente, las plataformas de contenidos. Los hermanos Philippou pasan de niños ojerosos, bajantes oxidadas y efectismos sonoros para, en su lugar, darle otra vuelta de tuerca a la estúpida, ridiculísima fiebre de los retos virales.
El tono escogido, ajeno a las risibles solemnidades de uso, pero sin dejarse llevar (del todo) por la tentación parodiadora, también se antoja un acierto. Sumémosle un puñado de sustos de indudable eficacia, un juguetón desenlace abierto a la secuela y que la historia, en general, te deja con una desazón que va a tardar un rato en disiparse. Poco más cabe pedirle a un film de su pelaje.
Sólo la escasa entidad de su reparto —excepción hecha de Miranda Otto, vista en la saga de «El señor de los anillos» («The Lord of the Rings», 2001, 2002 y 2003), entre otras— y la insípida escenografía delatan los baratos mimbres con que sus responsables han rodado la que, sin embargo, se erige en una de las mejores películas de miedo del último lustro.
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La ola
La ola (2008)
  • 7,4
    84.561
  • Alemania Dennis Gansel
  • Jürgen Vogel, Frederick Lau, Jennifer Ulrich ...
5
El puto Pleistoceno
Guardaba un recuerdo en general positivo de «La ola», vista en el momento de su estreno cuando politólogo recién licenciado. Revisitada al cabo de tres lustros junto a mis alumnos nacidos precisamente en 2008, llego a la conclusión de que las sociedades modernas, occidentales y encantadas de conocerse cambian a una velocidad de vértigo, de tal modo que lo que entonces resultaba una imagen bastante representativa de la juventud europea parece hoy una de esas decimonónicas y envaradas fotografías de color sepia.
Los protagonistas de «La ola» escuchan punk rock, se llaman por teléfono y emplean ordenadores de sobremesa para conectarse a un internet de escasa velocidad y aún menor fiabilidad. El puto Pleistoceno. Y yo me he convertido en el mismo cuarentón renuente a aceptar el paso del tiempo y los dictámenes de la inspección educativa que el profesor Wegner compuesto por Jürgen Vogel. Caigo asimismo en la cuenta de lo ortopédico de situaciones y diálogos —tampoco ayuda haberla visto doblada al castellano; pero poniéndola en VOS me arriesgaba a un motín—. Que en menos de una semana toda una clase de despreocupados estudiantes de bachillerato acabe convertida en una cáfila neonazi se antoja poco creíble, por muy alemanes que sean.
Surgida a rebufo del éxito de «El experimento» («Das experiment», 2001), «La ola» se inscribe en una moda cíclica en el cine teutón desde los tiempos del expresionismo, la de reflexionar en torno a la fea —y suicida y genocida— manía de echarse en brazos de Bismarcks, káiseres y führers que aqueja al otrora pueblo más culto de Europa. Creo recordar que en su día la cinta de Oliver Hirschbiegel me gustó más que «La ola», y de hecho planeaba ponérsela también a mis sufridos pupilos; pero ahora temo sentir la misma, si no peor, decepción, y que, además de mi autoridad docente, pongan en solfa también mi criterio cinematográfico.
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The Creator
The Creator (2023)
  • 6,0
    12.573
  • Estados Unidos Gareth Edwards
  • John David Washington, Madeleine Yuna Voyles, Gemma Chan ...
5
Ni interpela ni acojona
«The Creator» es una película indudablemente entretenida; pero ni nos interpela ni nos acojona, tal como sí hacían, respectivamente, «Blade Runner» (ídem, 1982) y «Terminator» («The Terminator», 1984). A mi juicio, la ciencia ficción debe inducir una cierta inquietud en el espectador; de lo contrario queda encorsetada en las vodevilescas costuras de la «space opera».
En efecto, y aparte de un par de tímidas referencias a los títulos antedichos, Gareth Edwards —no en vano responsable de «Rogue One: Una historia de Star Wars» («Rogue One: A Star Wars Story», 2016)—, parece conformarse con remedar el cándido universo alumbrado por George Lucas —y lo que es peor: el de los decepcionantes episodios I, II y III—, en vez de profundizar, siquiera mínimamente, en las implicaciones, tan actuales, de la IA y la (eventual) singularidad. Vamos que, sin constituir precisamente la obra maestra de Spielberg, a su lado «A.I. Inteligencia Artificial» («A.I. Artificial Intelligence», 2001) se antoja poco menos que la «Fenomenología del espíritu».
«The Creator» cojea también en el plano narrativo, dando la sensación de que, en origen, durase el doble, como si se la hubiera concebido en forma de (mini) serie —formato, por otra parte, más propio de nuestros días que el del tradicional largometraje— y a última hora se le hubieran metido media docena de tijeretazos indiscriminados. Sólo así me explico la torpeza y gratuidad de numerosas elipsis que redundan en una discontinuidad discursiva por demás molesta.
Visualmente resulta muy atractiva, claro; aunque sin deslumbrar tampoco. Nada que no hayamos visto ya, y es lo mínimo que cabe exigir a una superproducción de nuestros días, habida cuenta de los progresos hechos en materia de CGI y demás efectos —efectismos— digitales. Y en cuanto a la banda sonora de Hans Zimmer, el resobado recurso a los subrayados épico-lacrimógenos con que gusta de vertebrar sus «scores» sólo me saca de la indiferencia para provocarme el sonrojo. Una cacofonía obscena, como casi siempre.
En el apartado interpretativo, «The Creator» se resiente de estar protagonizada por un John David Washington que, mucho me temo, no ha heredado un ápice del talento de su padre, el superlativo Denzel Washington. Incapaz de ninguno de los incontables matices y registros de éste, nos vemos obligados a soportar su sempiterna y mostrenca expresión a medio camino entre la sorpresa y la contrariedad durante dos horas. No consigo entender en base a qué criterios, con independencia de su linajuda filiación, ha llegado este individuo a ganarse la vida —y facturando millones de dólares por el camino— con la actuación. Mayor expresividad manifiesta la pequeña Madeleine Yuna Voyles, y eso que hace aquí su debut, que tiene nueve años y que encarna a un robot. No me dirán que no es para hacérselo mirar.
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El hombre de la cámara
El hombre de la cámara (1929)
Documental
  • 8,1
    6.290
  • Unión Soviética (URSS) Dziga Vertov
  • Documental
9
Estimulante caos visual
Extraordinaria película, máxima expresión de las teorías soviéticas del montaje y del Cine-Ojo preconizados, entre otros, por su director, un Dziga Vertov en absoluto estado de gracia.
«El hombre de la cámara» es un artefacto peculiar, a caballo entre el documental y el manifiesto, esto último evidenciado en las cartelas del prólogo, donde se advierte de su renuncia —incluso rechazo— a cualquier forma de «dramatización» superflua, especialmente el guion.
Se trata también de una muestra de la vitalidad del cine —y del arte todo— de la URSS antes de que el culto a la personalidad —hace apenas dos años que el «Padrecito» Stalin se ha hecho con el poder, faltan cinco para el asesinato de Kírov y la Gran Purga— y el realismo socialista pusieran punto final a cualquier veleidad desviacionista.
En efecto, alienta en «El hombre de la cámara» un espíritu profundamente vanguardista, una voluntad experimental tan rabiosa que opaca el mensaje político que hubiera cabido esperar de las circunstancias y de la propia carrera de Vertov, fogueado en la realización de noticieros durante la guerra civil.
Frecuentemente comparada con «Berlín, sinfonía de una ciudad» («Berlin - Die Sinfonie der Großstadt», 1927), Vertov imprime a sus imágenes un ritmo más sincopado, sumiéndonos en una estimulante sensación de caos que no se aprecia en la cinta de Ruttmann, que al lado de «El hombre de la cámara» parece rodada con tiralíneas. La verdad, no sabría decir si el arte imita a los estereotipos nacionales o viceversa.
Difieren asimismo en el subtexto, netamente sociológico —o antropológico— en Ruttmann y con un notorio componente metacinematográfico en el de Vertov, quien gusta de colocar en primer plano al operador que da título al film y en primerísimo a esa cámara-ojo, ocurrencia de génesis surrealista y elocuente plasmación de sus postulados artísticos.
En resumidas cuentas, hito en la historia del cine, gloriosa exposición de las infinitas posibilidades visuales que éste ofrecía en sus libérrimos años de juventud y que el sonoro y las grandes productoras —privadas o públicas, tanto da— castrarían durante las décadas sucesivas hasta embarrancar en las algorítmicas inanidades de nuestros días.
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El moderno Sherlock Holmes
El moderno Sherlock Holmes (1924)
Mediometraje
  • 8,2
    6.790
  • Estados Unidos Buster Keaton
  • Buster Keaton, Kathryn McGuire, Joe Keaton ...
9
Cien años no es nada
«El moderno Sherlock Holmes» cumple cien años y lo hace con las mismas gracia, frescura y espectacularidad de su estreno, en buena medida merced a la restauración llevada a cabo por la Cineteca de Bolonia en 2015, que nos permite disfrutar de ella con una calidad de imagen y unas texturas sencillamente deslumbrantes. Y sin pagar un céntimo: está en YouTube.
Un Buster Keaton (casi) en la cima de su carrera —faltan dos años para «El maquinista de La General» («The General», 1926), seguramente su película más reconocida; pero se codea ya con Charles Chaplin y Harold Lloyd, entre otras luminarias de la época— nos regala una delicia metacinematográfica, un mediometraje encantador cuya influencia se aprecia, por ejemplo y de modo palmario, en «La rosa púrpura de El Cairo» («The Purple Rose of Cairo», 1985).
En «El moderno Sherlock Holmes» encontramos plenamente desarrolladas las señas de identidad del cine de Buster Keaton. Abundan los gags físicos con el contrapunto hierático del protagonista —no en vano a Keaton se lo conocía como «stone face», traducido en España por «Cara de Palo»—. El componente surrealista se erige aquí en uno de los ejes vertebradores de la trama, toda vez que es en la confusión entre sueño y realidad donde estriba la quiebra argumental que desencadena la memorable segunda mitad del film. Mención aparte merece un desenlace que se erige en uno de los más emotivos homenajes a la magia del séptimo arte nunca vistos.
Cabe asimismo resaltar la presencia de unos cuantos trucajes —la experiencia extracorporal, el ingreso en la pantalla, el salto dentro de la maleta— particularmente logrados y que, de hecho, aún hoy, y pese a los abrumadores avances habidos en la materia, se antojan dignos de admirar. También las escenas de acción, que se suceden a un ritmo indesmayable, evidencian la asombrosa pericia técnica del Keaton realizador.
En el apartado interpretativo, Buster Keaton compone un personaje entrañable. La economía gestual antedicha no resulta óbice para que su joven y (literalmente) soñador proyeccionista lleve un siglo robándonos los corazones con sus inquietudes detectivescas. En definitiva, una obra maestra de uno de los mayores cómicos del mudo y, por ende, de la historia del cine toda. Una joya que está de aniversario. Felicidades.
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Berlín, sinfonía de una ciudad
Berlín, sinfonía de una ciudad (1927)
Documental
  • 7,5
    1.952
  • Alemania Walter Ruttmann
  • Documental
9
Perpetuum mobile
Prodigio de montaje, «Berlin, sinfonía de una ciudad» evidencia el conocimiento que de las teorías soviéticas al respecto tenía su director, un Walter Ruttmann que bebe a tragos generosos del cine-ojo de Dziga Vértov y en cuya revolucionaria —en cuantos aspectos se quieran— «El hombre de la cámara» («Chelovek s kino-apparatom», 1929) influiría a su vez el realizador francfortés.
El film de Ruttmann alterna secuencias en las que se aprecia la fascinación del futurismo por la máquina y la velocidad —el tren que nos lleva hasta la Anhalter Banhof remite poderosamente al «Treno in corsa» de Ivo Pannaggi— con otras donde se explota el contraste entre las formas de vida de burgueses y obreros, aunque sin un especial hincapié en sus aspectos más controvertidos —salvo, quizá, el fácil paralelismo entre los trabajadores de camino a la fábrica y las vacas conducidas a palos al corral—.
Ruttmann, cineasta de vanguardia y no tanto de tesis, brilla especialmente en las primeras, siendo, de hecho, el trajín de ferrocarriles, tranvías, trolebuses, automóviles y montañas rusas los ejes que vertebran la no-historia. Los planos cortos y sincopados de bielas, pistones y demás engranajes industriales, las espirales y los fuegos artificiales, el ir y venir de las masas humanas, los autómatas de los escaparates, el discurrir de las aguas del Spree, los dos perros lanzándose dentelladas... todo ello refuerza la sensación de «perpetuum mobile» que transmite la cinta.
«Berlín, sinfonía de una ciudad» constituye una prueba fehaciente de que en el cine alemán de entreguerras hay vida más allá del expresionismo. Se trata asimismo de un valioso testimonio de los usos y costumbres de una República de Weimar que, tras casi una década de duelos y quebrantos, empezaba por fin a sacar la cabeza —lástima que poco después se la cortaran un iluminado de bigotillo charlotesco y sus secuaces—. También de una ciudad que ya no existe, literalmente, pues muchos de los edificios que vemos en pantalla fueron destruidos en las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial.
Por último, «Berlín, sinfonía de una ciudad» me reafirma en la sospecha de que el cine fue «el séptimo arte» propiamente dicho durante su etapa muda y que el advenimiento del sonoro haría de él un producto de entretenimiento más, todo lo vistoso que se quiera, pero sin la altura estética y la complejidad visual alcanzadas por obras maestras como la que nos ocupa. Sencillamente extraordinaria.
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