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El arte de matar (1996)

El arte de matar
120 min.
5,9
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7
Dilusión hitchcockniana en rojo y negro
A los genios nunca se les puede dar por acabados, ni tras amortajarlos. Cuando ya daba por seguro que Argento estaba espiritualmente muerto y que no le quedaba nada que ofrecer salvo bochornosa mediocridad y gore casposo, de repente, a traición, vuelve a la vida desde su sepulcro para regalarnos una “póstuma” muestra de su mejor Cine.

Ante todo, y para evitar malos entendidos, seré claro: el siete que le pongo seguramente es excesivo y no se comparece con la verdadera calidad de la película. No es, ni lo pretende, una nota objetiva, sino puramente subjetiva; consecuencia del cúmulo de buenas sensaciones causadas por el primer visionado; de un regusto agradable cuyo origen, completamente inefable, quizás no tenga nada que ver con lo cinematográfico.

Y es que el guión bascula entre lo surrealista y lo directamente absurdo, y las actuaciones, salvo la de Asia –correcta a secas-, son ridículas e indignas de verdaderos actores. Así que ya puedes imaginarte lo lejos que, al menos a primera vista, está la película de ser “buena” en un sentido ortodoxo… Y sin embargo, de algún modo, aquí, por primera vez en muchos años, hay algo de su vieja magia; genuina frescura. Una magia que deriva en parte precisamente eso: de la total absurdez argumental, de su regusto onírico e irreal. Y es que jamás Argento ha estado tan extrañamente cercano al universo simbólico de un David Lynch.

Porque aquí, como es propio del mejor Argento, lo único relevante es la forma; el poder hipnótico de unas imágenes que se cuentan entre las más bellas y perturbadoras de su filmografía: algunas de un erotismo insano y fascinante, en las que Tánatos y Eros se abrazan hasta fundirse; otras preciosistas y repletas de guiños compositivos a las obras cumbre de artistas como El Bosco, Caravaggio o Magritte. Un Argento, y eso es lo que más agradezco, valiente e inédito, muy diferente en forma y fondo al de Suspiria, casi irreconocible. Que rezuma un algo que le hace parecer más un veinteañero lleno de talento y de ganas, que un sesentón resabiado y pagado de sí mismo – ¿no será que tras este “El Síndrome de Stendhal” se esconde en parte la mano de Asia? -. Por si fuera poco, este nuevo Argento en su segunda juventud se permite el juego cinéfilo de convertir esta película en un evidente homenaje a Hitchcock llenándola de reminiscencias que retrotraen, además de a “Psicosis”, lo que resulta obvio, a la atmosfera fantasmagórica y obsesiva de “Vértigo” –solo hay que fijarse en la banda sonora de Morricone, que es la “hermanita pequeña” de la que compusiera Hermann, y en el personaje de Anna, fascinante imagen especular (en un sentido literal) del que interpretase Kim Novak, desmayo y chapuzón incluidos -.

En definitiva, sí; a mí, sin convencerme, me ha satisfecho. Sus dos horas de metraje me han colmado de agradables sensaciones y me han dado un buen chute de aquello que andaba buscando. No le pidas a un yonqui que sea objetivo…
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14 de 16 usuarios han encontrado esta crítica útil
6
El beso del pez
Un cuadro. Una sala repleta de grandezas artísticas. Muchedumbre. Un museo. Una ciudad italiana, Florencia. Una joven policía frente a ese cuadro.

Inmersión, la belleza se convierte en una abrumadora experiencia hasta un punto de no retorno, el vaporoso viaje al interior de su imaginación, ensoñaciones que aturden a quien sufre esta extrema situación. No soportar la exaltación máxima de lo bello representado por el arte. Desvanecerse frente al horror de un hecho insuperable. La imperfección de la soberbia delicadeza.

Los síntomas incluyen sudor frío, nauseas, ansiedad, alucinaciones, depresión y cambios en la personalidad, estamos frente al síndrome de Stendhal, la superposición de los paisajes recreados sobre la realidad, muerte entre cuadros, el fin de la racionalización de una policía. No recuerda su nombre, su vida, su objetivo... se desencadena una desgracia en nuestro fino hilo argumental... víctima del verdugo que andaba buscando, trampa lujuriosa y asqueada que le devuelve al mundo de tierra firme a base de golpes y dolor.

Toda actitud cambia, la belleza de la mujer truncada por la penetración de otro mal en su interior, el hombre que desgarra su viva naturaleza en pleno estado de shock por la experiencia sufrida en instantes anteriores. La mutación de la persona se adelanta. Las secuelas de una violación unidas a las del síndrome artístico, perseveran en la nueva Anna Manni, que se aparta de su rutina e intenta encontrar un nuevo camino... pero el psicópata no la olvida, ni ella se desprende de él.

La película se rodea de una serie de altos y bajos en su tonalidad, pues cuanto más se acerca a la visualización a través de las nuevas tecnologías, se pierde en caminos no explorados y distrae su esencia, pero cuando volvemos a la extraña idea que mantengo de la vieja escuela italiana, a la que pertenece Argento, todo toma un cariz distinto, con más peso, más inquietante y personal. Alejados del terror, nos sentimos Anna al intentar comprender sus cambios, descabellados como sus distintas fases capilares, la autodestrucción de una persona bajo los acordes iniciales de su título, el síndrome de Stendhal, que me llevó a interesarme por la visión de una enfermedad que convierte en un acto terrorífico el arte, que va sintonizando con un juego de gato y ratón, tan difuso que permite una cierta tensión hasta el fin del relato.
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12 de 14 usuarios han encontrado esta crítica útil
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